jueves, 31 de julio de 2008

SOBRE CUENTOS QUE PRETENDEN CONTAR UNA HISTORIA PERO NO LO LOGRAN

Uno


Esta historia empieza con un niño que se duerme. Una de esas noches iguales a todas las demás soñé una realidad que me estremeció, después todo fue distinto.

Un día me levanté y aparentemente todo era igual, el mismo acto de levantarme a la misma hora que el resto de los días, bañarme y desayunar, ir a trabajar, todas las prácticas que uno hace sin pensarlas, simplemente por rutina, suponen siempre que ese día va a ser igual al anterior e igual al siguiente. Me levanté con esa misma certidumbre tácita, pero esa certeza no cuestionable que nos soporta se derrumbo sin avisar.

Esa misma mañana algo fue distinto afuera, no en mí sino en los demás, no en mis prácticas sino en las de los demás. Algo se volvió irreversiblemente incomprensible. Por motivos que desconocía esa multitud anónima que se llama otros, ese conjunto siempre supuesto y siempre normal traicionó la confianza que se supone no se puede traicionar. Una sombra me asusto pero no pude discernirla. Los otros decidieron, masivamente, como multitud, sin amo ni siervo, pero sobre todo sin avisarme, romper con el sentido común.

La gente elegía al azar su propio idioma y se nocomunicaba con él con terceros que hacían lo mismo. Sin aviso nadie fue trabajar, nadie fue a la escuela, nadie se levantó e hizo lo que cada día debía hacer. Las prácticas se sublevaron, no una práctica, no muchas prácticas, sino esta y aquella y las demás. La multitud decidió, en pleno ejercicio de su autodeterminación, olvidarse del cruel mandato omnipresente de lo social, rompieron con todas sus obligaciones y deberes, el sentido común dejó de existir como hábito. La sociedad se había desintegrado como tal y lo más terrible era que no me habían avisado.

Como suele pasar en los sueños todo esto lo supe no por verlo, simplemente lo supe. Las situaciones son conocidas solo en un segundo, solo en una idea, y aunque eso que es conocido quede siempre a una distancia demasiado grande uno siempre lo conoce completamente porque es el producto del mismo sueño, de la misma persona que siempre está lejos de lo que crea.

Mi consternación fue tremenda. Todo lo que tenía que hacer dependía de que los otros cumplan también con lo que tenían que hacer. Recorrí todas las cosas que no podría hacer en un mismo instante sin respirar tiempos y espacios. Supe que el subte no me llevaría ante los sauces, ya no tenía sentido ponerme medias, auque pudiese aterrizar nadie se iba a presentar porque todos estarían muy ocupados no haciendo lo que debían hacer.

Pero esta suerte de liberación no me produjo felicidad sino pesadillas espantosas. Me presentaron la gran catástrofe. En el mismo acto de la multitud de no hacer lo que se esperaba que hagan las prácticas mismas destruyeron el poder que sostenía el orden. Los amos no pudieron controlar el desborde, no tenían con que. También sucumbieron ante el caos.

Estaba en frente mío la gran ausencia, estaba en mis narices la ruptura de toda normalización y eso me hizo sentir completamente vacío. En cuanto me di cuenta que ninguna de mis acciones tenía un sentido supe que no sabia que hacer. Toda mi vida estaba sostenida por la fábula que llamamos sociedad, siempre criticada, siempre despreciada, siempre imperfecta pero también siempre necesaria. Todas las prácticas mil veces maldecidas, todas las acciones que fueron infinitamente insultadas con la palabra rutina y la memoria, en una sola idea, cayeron debajo de una alfombra hecha con hilos de duelos. Y quedé solo, incapaz de ser acompañado, incapaz de ser justo o feliz.

Recuerdo que en ese sueño me sentaba y miraba, contemplaba porque no podía actuar. Ya no era un agente, ya mis actos no tenían consecuencias en mi entorno, todo lo que me rodeaba se había enajenado de mi y de los demás. Cada realidad se había cerrado en si misma y el espacio en común no era suficiente para reconstruir la fábula.

Me levanté sin saber porque estaba tan raro esa mañana. Como suele pasar con los sueños se los recuerda de a poco, se los recupera por partes, nunca se vuelve a ver la historia completa. Quedó una imagen con sus consecuencias recuperadas discursivamente y el resto atrapado en ese mundo al que pertenecí por un momento. Puedo contar solo aquello que fui capaz de traducir, de expresar en palabras. También pasaron muchas otras cosas que omito, acontecimientos impronunciables.

Este sueño me persiguió por varias noches como suele pasar con los sueños que te asfixian pero que no te explican porque. En cada vez pasaba lo mismo, recordaba lo mismo, olvidaba lo mismo, me despertaba igualmente triste, igualmente ignorante de las causas de esa tristeza.

Un día igual a cualquier otro, con una noche igual a cualquier otra noche, me dormí y en ese dormirme soñé y en ese soñar viaje otra vez a este mundo y volvió a pasar lo mismo, salvando una pequeña gran diferencia. Alguien me habló y lo recordé.

Estaba en el medio de la contemplación, estaba haciendo que contemplaba para no reconocer que no había sentido para hacer otra cosa. Esa presencia que me invitaba a que me reconozca como su igual no era una persona, no tenía nombre ni cara, no era nadie que yo conociese, o por lo menos no era nadie que hubiera conocido hasta ese momento. Me preguntó porque estaba triste. No supe que contestarle.

Miré cada detalle, fui hasta sus ojos buscando profundamente y a pesar del largo viaje, como suele pasar con los sueños, recuerdo que admití no recordar lo que vi.

Un detalle atrás de los cuadros de marcos verdes se escapó y en ese mirar encontré una respuesta a una pregunta. Me la había hecho la presencia que no puede ser recordada, de un sombrero salió su pregunta, mi pregunta. La encontré en el fondo, como suele pasar en los sueños, y la persona que estaba mirando no podía más que ser parte de mí. Y en esa pregunta tan distante, tan irreconocible, era un yo mismo el que se estaba animando a preguntar, y en esa mirada que hoy no existe estaba todo aquello que quería saber y que siempre estuvo ahí, esperando que me pueda cruzar con un niño con un globo azul.

Los viajes por las miradas pueden ser eternos, auque es imposible saber de tiempos en los mundos donde los relojes no se inventaron. Con el sentido común se esfuman muchos rastro, la esclavitud, la sociedad, la pertenecía, la contención, de identidad, todo se desmorona.

El sentido que sostenía mis prácticas estaba subyugado por la sociedad, lo social atraviesa y determina la acción pero a su vez la contiene, la envuelve en una mentira que hace más soportable la vida. Hay amos y hay esclavos, tomos somos un poco amos y mucho más esclavos, el poder es una relación social, la historia no es otra cosa que la evolución de esa relación social. Pero pensar por un segundo en que esa relación se esfuma, desaparece, nos devuelve al problema de la función de poder. ¿Qué pasa si los que obedecen dejan de obedecer? ¿Qué pasa si todos dejan de obedecer? ¿Qué pasa si somos obligados a dejar el sentido por el sentir? No habría forma de obligar a la multitud a que obedezca, eso pasaría. Pero esto no pasa por un motivo, obedecemos porque lo que la sociedad nos da cuando nos manda, cuando nos hace sus esclavos, el regalo por la obediencia es la certeza de que el mundo existe.

Se evidencia el absurdo, y si nada tiene sentido no existe motivo para seguir. Sin esa sociedad, sin ese sentido, sin esa contención, todo cuanto pueda ser hecho, cualquier práctica, cualquier. En fin, lo que en realidad se evidencia es que esa necesidad de sentido común para poder respirar es una cárcel de normalidad legitimada que nos enfrenta irremediablemente con el absurdo como realidad, y el absurdo alcanza todos los rincones del mundo que conocemos si se lo permitimos, hasta nuestra propia existencia. La existencia es absurda, la vida es una agonía y esto es una verdad sabida por todos, pero también, como en los sueños, siempre oculta.

Así empezó esta historia, con un sueño. Y con ese sueño se abrió un camino del que no pude regresar. Lo que había visto no puede ser olvidado.




Dos


Por motivos estrictamente burocráticos tenía que visitar cierta oficina todos los martes, en el horario que quedaba comprendido entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde.

Sería para mi imposible olvidar mi primera visita a ese maravilloso lugar. ¿Cómo hacer para cometer una injusticia? Exactamente, la belleza me propone la posibilidad de su desarticulación. Y se debía al inconfundible olor a café caliente que salía del armatoste con el que ese señor de guardapolvo recorría la calle Lavalle y se debía a las altísimas columnas que adornaban el lugar y, como era muy probable, se debía a que las horas pesadas de la primera mañana me predisponían particularmente a mirar todo como si fuese un poco extraño, con una gota de sabor particularmente extravagante.

El primer día, al mirar desde abajo y desde la distante vereda esa enorme puerta de madera que simbolizaba la entrada, propuse que sería una tortura desconsiderada someterme a la enorme gimnasia de recorrer esos innumerables escalones mientras ni el día había despertado. La mañana siempre había sido un enigma, por lo que decidí aprovecharla y realizar un pormenorizado estudio sobre la posibilidad de catalogación matutina. Debía levantarme temprano, siempre se puede sobornar la pereza, aunque si debo ser totalmente sincero, todo esto, en un principio, no fue otra cosa más que una sutil auto mentira que me permitía cumplir con las reuniones pactadas. Por supuesto podría haber ido en horarios más soleados, pero con ello me hubiese arruinado el mediodía, y dios es testigo de lo que puedo disfrutarlos.

Realmente desconocía los rituales de las corbatas y me acosaba cierto fantasma sobre la existencia de algún tipo de clan o secta o agujero para mi espíritu, con ropas descomunales que solo podían usarse antes del mediodía. La historia que voy a contarles, si bien no puedo atribuírsela a este aro de misterio que siempre rodea los desayunos, es un buen ejemplo de fascinantes mundos que existen siempre prudentemente distantes de nuestro conocimiento por cuestiones de reloj.

El primer día me decidí a subir la inmensa escalera con la firme convicción de, para el próximo martes, encontrar la forma de evitar tan tortuoso requisito. Recorriendo mis quejas había logrado alcanzar la recepción del lugar. En ella encontré al personaje más increíble del que alguna vez se hubiese podido confirmar existencia. En ese inolvidable primer día, tras un escritorio abarrotado de papeles, se me presentó el seññor Fernando.

Recuerdo una impresión contundente. Era la persona más pulcra que jamás hubiese visto. Más allá del seññor Fernando, como él mismo se presentó, estaba su impecable traje azul, había una hermosa corbata marrón oscura en combinación con zapatos y cinturón y un poco más allá de su peinado, que era de lo más cuidado que había visto en años con tajante ralla al costado arrancando a la altura de la comisura derecha de su boca, más acá de muchos detalles, lo que realmente me impactó fue la hermosura de su bigote. Prolijamente cortado gozaba de una voluptuosidad enorme, una simetría descomunal y sobre todo, muy sobre todo, una belleza que enaltecía el resto de sus rasgos.

Por lo demás el seññor Fernando era una persona sumamente desagradable. Puedo entender que una persona como yo, desacostumbrada a esas horas del día, no esté preparada para tratar con gente cuando todavía las lagañas no se fueron de los ojos. Pero en su caso, en el caso del seññor Fernando, su posición recta y despabilada, su rozagante y prolijo rostro, su inquietante predisposición al maltrato no daban cuenta de una desadaptación horaria sino de una cínica malicia. Con toda la paciencia que caracteriza a los hombres y mujeres que gozan del sufrimiento ajeno el seññor Fernando se tomaba un tiempo exageradamente largo para notar la presencia de quien tuviese delante. La espera crispaba los nervios de cualquiera. Su pequeña actuación consistía en mirar profundamente los ojos del recién llegado, más que observados nos sentíamos profanados, para volver placidamente a dedicarse a sus papeles. Los acomodaba, prolijamente, los hacia formar una pila y, cuando terminaba con su innecesaria tarea, los volvía a desparramar. Volvía a profanar el alma de quien estuviese del otro lado del mostrador para retornar a apilar papeles. Este ritual podía repetirse tantas veces como pueda uno tolerarlo. Recuerdo a la mujer de cara muy flaca y pelo blanco cuando esperó mientras el seññor Fernández hacía su pequeño atentado una y otra y otra vez. Fueron trece en total las veces que Fernández desparramó y apiló sus papeles profanación de por medio, sin dirigir palabra alguna a la señora. Por último, con una vos que efectivamente evidenciaba un profundo sufrimiento, la señora pregunto a Federico ¿quiere Usted que lo ayude con esos papeles?

Por mi parte tuve la suerte, en ese inolvidable primer día, de ver como este espectáculo se repetía tres veces antes de ser mi turno. A esta señora Francisco le realizó su acto trece veces, al señor de pelo largo que le seguía en la fila tres veces y a la señora de grandes caderas que estaba delante mío dos veces con insultos e invocaciones al respeto y los buenos modales de por medio. Cuando por fin fue mi turno yo no estaba dispuesto a tolerar esa escena después de haber entendido el sistema de Roberto. El primer profanamiento nomás fue interrumpido por un grosero y subido de tono – voy al tercer piso seññor-

La respuesta, para mi sorpresa, fue inmediata. Segunda escalera a la derecha. Esa fue, en apariencia, una gran victoria para mí. Nunca me enteré que la broma de Ricardo para con migo fue terrible, más que con los demás.

La segunda escalera era la más linda de todas, pero también la más larga. Cuando llegué entré a un mundo que, al día de la fecha, sigue sorprendiéndome en los recuerdos que bailan sobre mi torturada memoria.

El tercer piso de la segunda escalera era un lugar caótico. Evidentemente estaban en plena mudanza o algo por el estilo por que todos, absolutamente casi todos, estaban corriendo escritorios, llevando computadoras, trasladando cosas. Por el tamaño y la cantidad el efecto se magnificó. Estuve un rato muy largo buscando a alguien que pudiese ayudarme a encontrar la oficina del director, persona burocrática por excelencia que debía solucionar mi inconveniente. Pero a pesar de mis esfuerzos todo parecía condenado al fracaso. Los que estaban en ese lugar afirmaban un complot invisible y que ellos recién llegaban, que eran nuevos y que no conocían a ese director.

Mucha fue mi sorpresa cuando uno por uno todos los que estaban en ese tercer piso de la segunda escalera eran nuevos, y todos no conocían a nadie y todos no sabían donde quedaba la oficina del director. Podía entender lo de la mudanza, que sean nuevos estaba bien para mi, pero que nadie conociese a alguna otra persona me parecía un poco raro. En ese lugar cada uno hacia lo suyo que era, sin importar con quien hablase, generar movimiento. La tercer recorrida me trajo un poco de desanimo, pero a estas alturas esto ya era una cuestión personal, aunque siquiera podía recordar para que necesitaba encontrar al director. Pero como siempre pasa, en cuanto olvidé para que lo necesitaba, llevando unas carpetas a una oficina, un tipo me dijo que el era el director.

Lo recuerdo perfectamente, era muy alto, finito y de pelo colorado, era de esos tipos que empiezan a ser viejos pero no por eso pierden alguna línea. Me guió muy cortés a su oficina que era la inmediata a la derecha de la escalera por la que había entrado y se presentó como el licenciado Bello. Cuando por fin dejó de acomodar las cosas que venía cargando me preguntó en que podía ayudarme. Lamentablemente lo había olvidado y a pesar de mis esfuerzos inmensos no hubo caso. Bello fue muy amable, me dio su tarjeta y me dijo que volviese al día siguiente, estarían instalados y tendría más tiempo para atenderme y para ayudarme si es que me acordaba en que.

Al día siguiente, a pesar de la tarjeta, el seguridad del lugar me indicó que debía hacer la fila para presenciar otra vez el espectáculo del Seññor Alberto. Torturó a dos, y fue mi turno. Puse la tarjeta sobre el escritorio y le indique que tenía que ir al tercer piso a ver al director. Esto no pareció importarle mucho, el seññor Juárez repitió su terrible acto sin siquiera prestar atención en lo que dije o en la tarjeta. Por suerte para mi había desayunado y bostezado. Eso fue lo que me permitió salir corriendo a la escalera antes que el seguridad pudiese alcanzarme.

Fui al exacto lugar donde había estado el día anterior, pero no había oficina. Ese lugar era ahora un depósito de escobas y trapos de pisos usados por las suelas. Por más que buscaba y buscaba el director no aparecía. El personal de seguridad empezó a multiplicarse, era seguro que me repondrían a la fila otra vez, Reinaldo me tenía atrapado, estaría ahí parado por una eternidad sin que me atendiese.

En el momento en que la derrota era totalmente inminente vi ese letrero que cambio todo. Justo arriba de la puerta, indicando una naturaleza inmodificable, como si quisiese avisar lo que era impredecible. Injustamente donde necesitaba que este estaba el letrero que decía, alegremente, “sala de esperas”.

Por los caños sonaron los pasos de la indignación, ¿Cómo podía ser que existiese una sala para esperar?, todo el mundo era para esperar, la vida es esperando. No entendí cual era la exclusividad que podía albergar esa sala. Estuve a punto de irme, de subestimar, por suerte desobedecí. Encontré en lugar de algo a alguien, al señor Watson.

Era un tipo muy viejo, aunque su edad justa era algo que ni él sabia. Según sus propias palabras había dejado de contar los días, meses y años que iban pasando hace treinta y cinco años, dos meses, tres días y, según el reloj que colgaba en la pared sin moverse, treinta y siete segundos. Cuando entré me miró con mucha violencia -hay nada por acá- me contestó. Sin hacer mucho caso a sus palabras me senté en la silla que esta enfrentada a la suya, respiré muy profundo y le expliqué que esta era una sala de esperas. Yo quería esperar.

Watson había sido muy ilustre en otras épocas, aunque no hay forma de saberlo. El mismo había inventado las escaleras con escalones. Antes de su brillante idea las escaleras eran incompletas e inútiles, gracias a él el mundo era un lugar muy práctico. Según me dijo su objetivo fue conquistar las alturas. Pero después del éxito y el dinero consideró que había cumplido con su existencia. No tuvo alternativa y se construyó una sala para esperar. Para esperar su propia muerte.

Había puesto dos sillas, un reloj que no funcionaba y un sifón. Había estado solo por mucho tiempo, pero ese día tuvo la desgracia de que alguien más necesitase esperar. No le gustó mucho la respuesta que le di, me miró muy grave hasta que misteriosamente llegó un finalmente largo –bueno, si querés esperar podes quedarte. Pero mirá que cuando el reloj marque las cinco de la tarde te vas a tener que ir, a esa hora me gusta estar solo.

Fue en ese momento que noté que no funcionaba. Traté de ver cuanto tiempo me había dado este viejo para acompañarlo, pero su respuesta consiguió una de esas exactitudes que no pueden existir, sin lugar a dudas a las cinco de la tarde lo dejaría solo. Por supuesto cualquier momento podía transformarse en las cinco de la tarde.

En tan ridículo nuestro viejo que espera muerte ya no es tragedia. Vos podés, claro. No tiene ningún sentido que me dedique exclusivamente a esperar mi muerte, podes hasta pensar que todo esto es un absurdo. Todos esperamos, solo que cada uno usa sus pies para lo que se le da la gana mientras espera. En realidad la cuestión es muy simple, en los tambores cada uno puede actuar el personaje que más le guste. A mi, por ejemplo, desde que estoy acá esperando, a veces me dan ganas de estar contento y a veces me aburro de estar contento y me pongo triste. A veces me aburro y entonces no. Pero es así pibe, no muchas vueltas dentro del mismo círculo, el problema es que no entienden, son todos muy tercos para entender, todos menos yo. Por supuesto.

Pensalo así o no. Un día me levanto y tengo ganas, ¿quien dice que no puedo?, no hay necesidad, que se use para algo en particular. La podés usar para disfrutarla o no, eso es solo una decisión. El problema, el gran problema acá pibe, es que estos tercos necesitan siempre que uno o dos peces les digan que son sus personaje y sus ropas y sobre todo sus miedos. Los necios siempre piden permiso para actuar, ¿entendés? Reobligan a actuar pero lo desprecian, se desprecian, se quitan precio. Por eso me cansé de esta manga amplia, me cansé y me dediqué a esperar esperando, y decime ¿Quién puede decirme que es lo que está mal? La vida es, la vida que es. La vida, es siempre para otra cosa. Yo soy categórico, pero eso es otra cuestión, est-ética.

Bueno. Ahora, aunque el ahora sea indefinidamente presente y, como medida de tiempo inútil, aunque ahora no exista como momento, ahora, en este y aquel momento, ahora andate. Ya son las cinco de la tarde y tengo muchas cosas que hacer.-

Esa fue mi conversación con Watson. Mejor dicho, ese fue el monólogo de Watson.

Cuando salí me di cuenta que faltaban tres horas y media. Pensé en volver y decirle que se había equivocado, que todavía podíamos charlar un rato, que tenía ganas de escucharlo. En seguida me encontraron los de seguridad, me dijeron que Rómulo me esperaba. Sus nombre, todos diferentes, nomadismo nominativo. Era su bigote. Era movimiento permanente, se movía como las caderas, como el péndulo. La mueca del hombre de los mil nombres era con los labios. Movía el bigote, de una punta a la otra, lo movía con los labios. Los mande a sus casas, no tenían estufas para calentar la yema de los codos. Antes de salir le ofrecí mi mano en señal de respeto al Seññor Fernando. Mucho respeto. Mucho. Nunca había visto un bigote tan hermoso.


Tres


La revelación fue vital. El arroz tiene un ciclo que en una función se representaría como parábola. Puede dibujarse como una línea que desde los valores de Y que tienden al infinito se acercan, mas nunca llegan, al cero de X hasta descender a valores muy bajos de Y que, en un punto dado de X, llega a su mínimo y, desde ese lugar, comienza a elevar los valores de Y acercándose y nunca alcanzando el máximo imposible de X.

El arroz tiene una existencia con forma de parábola. Salvo por una pequeña diferencia. Mientras que toda parábola posee un principio irrastreable el valor inicial de la parábola del arroz esta determinado.

El arroz comienza existiendo con un punto de dureza determinado. Supongamos que tenemos el eje Y que expresa los valores de dureza y el eje X que expresa los valores de calor que el arroz es capaz de absorber sin modificarse como arroz. Partiendo de un valor altísimo en Y en los valores que tiendan al cero en X el arroz esta en su punto natural, es decir duro. Si retrocedemos en los valores de X menores a cero, es decir le damos frío al arroz, podremos lograr un punto de dureza mayor, pero este congelamiento del arroz tiene un límite, el arroz se endurece hasta el hielo, pero no más que eso.

Cuando empezamos a suministrarle calor al arroz avanzando en los valores de X podemos notar que el arroz se ablanda, es decir, que cede en su dureza. Con este ablandamiento descienden los niveles de Y provocando una curva descendente en el gráfico. Esta curva sigue descendiendo hasta que el arroz llega a su punto de perfección, es decir cuando esta listo, o realizado si se quiere. En este punto, que en la función representa el punto de inflexión de la curva, el arroz esta listo para ser comido.

Pero si el suministro de calor es sostenido avanzando en los valores de X el arroz se pasa, y con eso se endurece un poco más cada vez aumentando los valores de Y con la consecuente producción de la parábola por el ascenso de la curva en el grafico de la función.

Encontrar el punto justo del arroz es una tarea titánica. La clave del problema es que uno nunca puede ubicar exactamente el valor que le corresponde en el eje X al arroz que esta por cocinar, por lo que la cantidad de calor al que debe exponerse el arroz es siempre diferente. No existe una forma determinada de medir el tiempo para la cocción del arroz, se suele caer en simplismos, pero el arroz y el calor tienen una relación muy particular. El calor a veces no esta muy de acuerdo con el cocinero de turno en lo que sería ese punto mínimo en la parábola y se brinda exhaustivamente al arroz para conseguir que éste pueda salir de su dureza. Pero a veces lo que para el calor es un valor digerible no coincide con el punto mínimo de la parábola, y el calor a veces no entra en razón y el arroz que se enoja por que después todos lo comen duro y a veces la discusión nunca termina.

La cuestión central es que se pierde la cabeza por el punto justo de cocción del arroz, aquellos que dedicamos nuestras vidas a conseguir comer un buen arroz nos gusta que todo salga perfecto, pero no siempre esto se consigue. Al primer intento fallido se genera un importante estado de insatisfacción. Al segundo intento fallido se produce un grosero aumento del desconcierto. Al tercer intento fallido, sobre todo al hacer entrar en el juego la variable del hambre y la del arroz que sale cada vez mas duro, se puede perder la cabeza.

Por la calle había mucha gente que intentaba comer arroz como es debido, en el punto de menor valor de su parábola, pero debo entender que este punto se escapó a muchas personas. Las cabezas estaban rebotando por todos lados y los cuerpos perseguían sus cabezas sin mucha suerte en tres o cuatro esquinas. La escena fue bastante caótica, el cuerpo corriendo sin un rumbo muy propicio, la cabeza rebotando, otras cabezas que también rebotaban, otros cuerpos en la misma tarea y una señora que me chocó casualmente un hombro produciendo un impacto para que su cabeza se caiga. El cuerpo de esta pobre señora quedo desorbitado dando vueltas respetando la inercia del golpe, la cabeza se fue alejando de donde nos encontrábamos a los insultos limpios hasta que, en un momento olvidado por las cantantes, rebotó contra un poste de luz y fue a dar a las manos de una niña de pocos años que gritó horrorizada.

Todo fue bastante caótico. A la gente le gusta mucho el arroz y el calor que no deja de mostrarse hostil con la gente.

No tuve otra opción, salí corriendo del lugar buscando gente con cabezas en los hombros, buscando gente con otros hábitos alimenticios. No hubo caso. A medida que mi presencia iba apareciendo en su rango visual el desprendimiento se producía automáticamente. Llegué a pensar que no era por el arroz sino por mi culpa que todos esos cuerpos estaban desorbitados por las calles.

Fui a mi casa, puse la olla al fuego, deje hervir el agua y suministré matemáticamente el calor necesario al arroz. Cuando por fin estuvo listo me di cuanta que también a mi me había quedado un poco duro. Tiré el arroz y volví a hacer el intento, calculé el valor de dureza del arroz anterior, disminuí el tiempo de exposición de la nueva muestra lo necesario para ajustar el error y esta vez el arroz quedó mucho más duro que antes.

Tuve un miedo atroz. Si intentaba una vez más cocinar el arroz y no encontraba el punto de menor valor de la parábola también mi cabeza se caería. Medité la cuestión por un periodo que no recuerdo de tiempo, era innegable que perder mi cabeza me liberaría de las culpas por las cabezas que estaban rebotando por la calle, sería justo reconocer que perder mi propia cabeza por tres intentos fallidos de cocinar arroz validaría mi enunciaciones, pero por otra parte podía ser que el error suceda una vez más, podía ser que mi cabeza no se caiga, podía ser que supiese que la gente pierde su cabeza por culpa de mi presencia y eso sería un descubrimiento espantoso. La disyuntiva era interminable, pero la duda debía ser resuelta.

Sin rastros de pulso puse a llenar la olla por tercera vez. Vacié el paquete de arroz una vez que el agua hirvió, la revisión del cálculo había sido exhaustiva, no podía haberse omitido ningún detalle, sabia cuando sacar exactamente el arroz. El experimento solo tendría validez si reconstruía las circunstancias iniciales, si trataba verdaderamente de encontrar ese punto en la parábola.

Cuando probé los resultados sentí que el mundo se derretiría en un segundo. Fue como perder por completo el equilibrio. El arroz estaba duro pero mi cabeza seguía en su lugar. Mis consideraciones habían fallado y peor aun, había confirmado que no podía salir más a la calle. Ya no podría permitirme entrar en contacto con ninguna otra persona que quisiese seguir con su cabeza pegada a su cuerpo.

La tragedia estaba consumada, con la mayor de las desesperaciones cerré todas las ventanas, trabe las puertas y decidí mi encierro indeterminado.

Cuatro


Realmente estoy muy cansado. A veces pienso que si no estuviese agotado todo el tiempo escribiría una historia universal de algo, importante y enorme, gigante y redonda. Pero hoy es imposible. Ayer y mañana será lo mismo.

Por mi cabeza la imagen pasa rápido, después me siento y quiero escribirla, pero la historia ya no esta, se fue. Me digo a mi mismo que no importa, trato de escribirla igual y lo que resulta nunca es la historia que yo quería.

Ahora por ejemplo, yo quería escribir la historia de la geometría Es importantísima. Me encantaría contar que a un egipcio un día se le apareció un hombre que vivía abajo del mar y era mitad pez. Y también me pongo un poco triste. Que hermosa sería la historia universal de los tratados sobre barcos o la historia universal de la papa. Escribiría libros enormes, libros de dos mil y tres mil hojas, libros que empezarían en épocas muy remotas y libros que supieran usar correctamente una máquina para doblar cartón. Pero realmente estoy hoy, y eso ya es demasiado.

Dicen que la geometría surge de la esfera y esa mitad y la otra presentaron un día en sueños a un mago de algún rey, emperador, sultán o presidente egipcio para decirle que allí estaban contenidas todas las figuras posibles. Me gustaría contarles que en ese mismo sueño el mitad hombre y la mitad pez explicaba al mago que dormía sobre clavos que si cortaba a la mitad la esfera y la aplanaba podía obtener un círculo. De ese circulo un cuadrado y un triangulo. Sería esta una historia irrepetible, aunque los egipcios inventaran muchas veces la manteca pero una sola vez la geometría. Si otra fuese mi situación, si otro fuese mi ánimo, escribiría sobre la manteca. Y cundo tocase hablar de los egipcios escribiría un capítulo interminable que tendría que estar en cuatro volúmenes de diez mil hojas cada uno. Dedicaría el capítulo cincuenta y siete para explicar como se inventó la geometría y como el mago fue al faraón para hablarle de un sueño y sus mitades. También hubiese contado, en ese mismo capítulo, como el emperador egipcio le mando a cortar la cabeza al mago para sacar de su interior al hombre pez. Pero no puedo, hoy esa tarea inmortal deberá esperar, el mundo deberá esperar que se derrita la manteca.

Y también estoy muy triste porque es siempre lo mismo y lo diferente y lo mismo. Es siempre el sillón de mi casa y lo que se cruza. La historia sobre el faraón que decidió ser emperador pero no pudo porque un mago se escapó del calabozo el día antes de su muerte para hacer una revolución. Y se me cruzan siete historias universales distintas sobre diccionarios y mapas, pero cuando me siento pasa lo mismo para repetirse. Y no voy a parar hasta escribir veinte mil o cincuenta mil hojas sobre la historia universal de los juegos de mesa. La tragedia es que en cuanto empiezo la historia termina siendo otra.

En realidad no quería escribir sobre un cuento que no puede nacer, prefería a un mago y la carpintería y cincuenta mil hojas que tienen que esperar. Y eso te pone triste y hace que las historias sobre las historias tengan que ser en realidad sobre cuentos que son anteriores al que los escribe. Viajaban desde vacíos muy lejanos. Todo hasta ese día en el que esperado al momento en que encuentran a ese en el sillón de su casa dejándose entrar por la ventana como un soplo para, otro momento, resignarlo. Se produce una transmutación que es presentada como nacimiento y conocida como escritura. Pero el cuento ya estaba escrito. Su principio y final son anteriores, pretenden lo que no pueden lograr. Pero tengo que hacerlo. Y es una obligación con el mago egipcio que descubrió que en el círculo están comprendidas todas las figuras posibles, y la esfera que puede contener todos los círculos en su interior sin dejar de ser una esfera. Siempre que creo en la posibilidad de una historia universal interminable, en todos esos siempre que son los mismos el cuento me sopla, me hace sentir triste, me hace sentir cansado y pierdo las medias y las ganas de escribir sobre la imagen que tenía en el sillón de mi casa.

Una caricia en la oreja, es el lóbulo el que me avisa. Y el cuento que siempre vuelve a soplar. No importa, se que estás cansado pero escribí igual, auque no puedas. Hasta que todo termina en un convencimiento hipnótico. Aunque no pueda creerme me dejo engañar imaginando que entra por la ventana y lo que resulta, evidentemente, nunca es la muerte esperando en el sillón de mi casa. La culpa es del cuento que existió solo para torturarme.

¿Porqué contarle al lector que el cuento ya estaba ahí? Mi imagen era la de un faraón egipcio que quiso ser sultán, una historia universal de las historias universales, pero en ese maravilloso acto que es leer/escribir se muestran las diferencias, coincidencias imposibles y, por casualidad, el cuento que ya estaba escrito aparece para inventar la magia. Y la imagen si era mía, puramente mía, pero sentarme a escribirlo es dejarlo escapar. Mis cuentos no son mis imágenes. Sopla y cansa. Siempre.

Por suerte estoy muy triste y cansado. Es que nunca puedo y es imposible. Una historia universal de las historias universales donde se hable sobre mapas y barcos. Mantecas y juegos de mesa. Sería un libro que, en su último capítulo, contaría sobre la historia de lo universal un capítulo interminable que cuente sobre el mismo libro en que esta contenido. Tendría que contar lo que lo excede, su corteza exterior, el borde del límite de un cordón. Todo esto para llegar a terminar lo interminable, para que el libro empezase otra vez y se repitiese a sí mismo infinitas veces. Yo quería escribir cincuenta mil páginas, dieciocho volúmenes señor lector, créame, sería increíble. Y por supuesto sería un círculo contenido en una esfera que alguna vez un pez y un hombre le mostraron a un mago egipcio.

Pero hoy, por suerte, estoy muy cansado. Entonces lo que escribo no es lo que quería escribir, es otra cosa. Algo que viene del viento en mi oreja, un soplo de un cuento que estoy seguro, cuando lo lea, no será como el que yo quería escribir.

Cinco


Rastrear los principios de una búsqueda siempre es complicado, pero creo que todo empezó con una irrealidad. Nunca logré saber si las voces eran efectivamente, aunque se escuchaban como un murmullo inconstante, distante, casi en voz baja. Tenían una presencia entre contundente y delirante. La naturaleza de su existencia fue cambiando según mi conveniencia y así todo fue mutando, muestra tambaleante de lo importante que es saber volver corriendo a casa.


Todo mundo quiere paz, buscan en algún momento de su vida un espacio de tranquilidad, de silencio si se quiere, en mi caso lo que cuento cambia la literalidad de la frase transformando su densidad. Cada texto a mi alrededor, individuos iguales a los que por mucho tiempo pude ignorar, odiar, alagar, admirar, por los cuales sentí asco y sed, alegría y sueño, cada uno de ellos y de ellas, diferentes entre si pero iguales en lo que para mi representaban. Una pesadilla por sonido.

Arto de las referencias externas, de tener que definirme por figuras ajenas a mi propio circo de imágenes quise eximirme de todas las distancias. En ninguna persona veía mucho más de lo que a mi me interesaba, los analizaba, veía que podía obtenerse de ellos y todo para terminar. Fue siempre todo igual.

Pero cuando uno precisa cruzarse con otras personas por esas mañanas de domingo y el tener que ir a hacer las compras para comer, por todo eso de ir a trabajar, inclusive por no aburrirse, y por todas esas infinitas razones que ahora no nombro, ese cruce casi inexistente, casi de un segundo, una hora, una noche, de casi un desayuno o una vida se transforma en una situación sumamente difícil. El punto fue llamado la saturación.

Ignorar las referencias externas es obligarnos y negar, es la capacidad de juicio, es negarnos para aceptar. Al conocer jerarquizamos, para identificar idolatramos o aborrecemos, negarse a enjuiciar es asumir que las realidades de los demás textos ya no van a ser aquello por los que uno y otro validen su propia identidad. Cuando uno quiere decir quien o que es válido hay que negar las formas y las figuras, que no son lo mismo, para que el juicio rechace y se sorprenda, como cuando no se conocían, en categorías familiares, aprendiendo de quien o de aquello, de lo que tiene algo que decir, que escucha o ignora.


Pero cuando todo eso no esta, cuando aparece la negación total de la otredad la identidad propia pierde sus valiosos bastiones de referencia. Quieran o no la significación de la identidad es referencial, y la construcción de los ámbitos de referencia se constituye a través del enjuiciamiento al exterior.

Frente a la necesidad de una identidad consideramos cualquier perspectiva, opuesta o no, como falsa, pues la afirmación de la validez implica la negación de todo lo que niega, de los principios sobre los que este y esto y aquello se desarrolla. El activismo de la lectura-escritura se realiza frente a lo que este fijado como correcto. La desidia lo no afecta, y así sucesivamente. Cuando la identidad pierde esos soportes externos, esas referencias identitarias, cada humanidad externa al propio ser deja de ser.

De una forma de validación de la propia identidad se pasa a un cuestionamiento.

La otredad deja de ser un soporte para transformarse en público ausente, quien que no existe como presencia, en pura ficción.

Más o menos mal o más o menos bien todos aprendemos desde chicos a definir nuestros referentes de pertenencia, sin ellos una persona que se cruza un día cualquiera a la tarde ya no tendría nada que decir. Miramos a una mujer, y porque es bella aparece allí, y en ese mismo acto afirmamos nuestro propio criterio de lo que la belleza es, lo existimos recordándolo. Compramos un disco o leemos un libro y en ese mismo acto validamos nuestros criterios literarios o musicales. Las elecciones en su conjunto son una violencia constante a nuestra identidad. Las acciones mismas conservan un sentido mentado por una decisión que tiene siempre, como fin último, validar nuestra propia identidad inválida.

Ante la falta de dialogo las palabras brotan desde una dirección única, desde un sólo lado, y el dialogo es y parece y desaparece como una especie de monólogo entre uno y su propia existencia abstracta.

Todos siempre dicen algo, yo use todos los elementos a mi alcance para evitarlo. Fue imposible. Cualquier cruzarse con alguien, ya sea por diez minutos o por diez horas, al imponerme la necesidad de no reverenciarme, se volvía contra mi y contra el mundo para matarlo. Me negué a validarme, y con el silencio impuesto a mí mirada el sonido apareció por lugares que no pude callar. Ese fue el principio de las voces. Nunca hubo personas inventadas, creo. Pero sobre cada persona más o menos real había una voz que aparecía como por una hendija muy muy chica. Por cada persona había una imagen guardada en la memoria, un posible desmoronamiento en cada sonido nuevo Esas voces fueron cada vez más frecuentes, acelerando hasta que casi fue imposible compartir algo, o alguien. Inclusive las tareas más cotidianas eran imposibles. En cada palabra que surgía estaba compensando, estaba creando una ficción que reemplazaba la imaginaria ficción del ser. Las voces escuchadas suplantaron los puntos de referencia de la identidad, pero como me conocían más de lo que yo mismo me conocía su crítica fue contundente. Fue el halago ególatra de un casi muerto.

El aislamiento se hizo estrictamente necesario, insanamente innecesario. Me mantuve en una habitación, en uno de esos lugares en lo que había exactamente algo apropiado. Y me decidí a depurar, a enfrentar todas aquellas cosas que estaba proyectando en esos eventuales silbidos de la tarde, en mis conocidos zapatos, en todos lados. Y todo esto para ver que era lo que realmente tenía para decirme. Cuando pude me abrace a la idea de escuchar hasta la última palabra.

Por supuesto que en el fondo siempre existió un profundo desgarro, pero llegó un momento que me atravesó toda, y no tuve más remedio que asumirlo. Decidí ver que era lo que pasaba.

Las consecuencias de enfrentar nuestras sombras nunca son calculadas, de hecho se escapan a nuestra capacidad de predicción precisamente porque su naturaleza permanece siempre oculta a nuestro mirar. Enfrentarse es necesario, o nos sumergimos en ellas o la oscuridad se expande y nos absorbe.

Siete


El problema central de la cuestión es el tiempo y esta muy mal considerado últimamente. Desde hace aproximadamente mucho tiempo, para ser exactos, que se extinguió la última cultura subconocida que lo adoraba, desde esa época todo ha sido para peor. No contentos con semejante herejía los físicos se han encarajinado en suponer que existe una dimensión del espacio que sobre determina a la del tiempo. Esto seria así, el tiempo no es más que la continuidad del movimiento. La continuidad en el movimiento posee dos tangencialidades diferentes. En primer lugar hace suponer el espacio, entre movimientos lo que transcurre es el espacio que se configuró como distancia entre aquello que ha sucedido. Pero la tangente temporal también es el producto del moviendo ya que la distancia que surge de aquellos puntos A y B es la del espacio que los separa y la de los momentos necesarios para que aquello sea capaz de acontecer. El tiempo cedió su lugar como dios de la creación, y hace tiempo que estamos en una sociedad dominada por el espacio. Además, por supuesto, esta nuestra amada cultura occidental que ha llegado a autodenominarse espacistica. El tiempo, degradado a que se lo considerase la distancia que separa los sucesos espaciales y segunda tangente del movimiento, cansado de todo esto se ha perdido, nos ha quitado irrecuperablemente su gracia y aquellas fascinantes historias que había contado a todos aquellos que se negaban a pronunciarlo. Dentro de la adoración al tiempo se encuentran relatos con todas las épocas del hombre y de la mujer a disposición, y si se logra alcanzar un alto nivel de oración se puede también bucear en el conocimiento del subespacio que las separa.

En los cuentos del tiempo lo que podía suceder estaba presente en una dimensión actual, y aquella dimensión estaba recluida en un ahora mismo inmutable eternamente que se iba acumulando por orden risomático. Terminada la enumeración imposible las realidades llegaron a ser un número de dimensiones tales que superaba las perspectivas de cualquier mortal. Los ahora mismo estaban apilados en la desordenada habitación del tiempo, llena de bufandas de todo tipo y por cierto también esa colección de momentos que quedaron petrificados. Por eso todos los momento se congelaban en ahora mismo y las distintas personitas inmersas en la creación literaria eran presas de un aquí y ahora y después de otro, y seguían de uno a otro alternativamente, y a veces los momentos se divertían pasando a un orden de juego distinto, y algunos lo notaban, y la gente se divertía, y a veces podía ser ayer, y otras mañana, pero siempre en un ahora interminable, que permanecía presente indefinidamente, o hasta que las reglas del juego cambiasen a intervalos cortos de un ahora más largo. Todo eso se terminó.
Hubo un momento espacial en el que todo cambió, todo fue en tres dimensiones y el tiempo tuvo que reconsiderar su divertimento, todo fue un poco más triste. Se convirtió todo en una unilinealidad con ayeres y ahoras que nuca dejaron de seguir las reglas del más estricto y tacaño espacio. La vida fue decayendo en rutina, y todo se transformó en algo que nuca sería más que antes, o hace un rato. Para siempre la capacidad de decir ahora, de estar ahora, de presenciar el ahora hasta que uno pudiese cansarse y tomarse un te, se escondió. Todo instante logró la velocidad hasta que ya no se pudo. Se perdió para siempre la capacidad de ahora y para siempre todo fue ayer.

Hace tiempo que creo en el tiempo. Hay algunas apreciaciones apresuradas que consideran que el tiempo es un de lugar. Consideran al tiempo una presencia y eso es cierto, pero lo hacen como si su existencia fuera por fuera de un mundo que puede ser real. Como si existiese un devenir prefijado en el tiempo que todo lo sabe.
Todo aquello que todavía no es pero que es en potencia es el tiempo. En la dimensión temporal todo puede devenir. La concepción del ser tiempo deviene entonces de la comprensión de la realidad y de la existencia de lo real. El tiempo es aquel que permite la existencia de las cosas, o mejor dicho es gracias al tiempo que las cosas pueden realizarse como seres. Desde la cosa al ser hay un espacio de distancia, pero ese espacio es temporal.
En presencia de una banana, no se me ocurrió un elemento más fálico, el objeto fruta termina siendo postre, pero no es el tiempo el que contiene el desenlace del objeto sino por el contrario, en la realización de la potencialidad del objeto fruta es que el tiempo permite ser al objeto. La condición de postre del objeto banana no estaba prefijada temporalmente sino que es a través de la realización de la potencialidad de los objetos que el tiempo se realiza como ser por la energía que libera la banana al realizarse como postre. El tiempo permite al objeto ser, solo en el tiempo es posible el ser, solo en el tiempo el objeto puede realizarse, actualizar sus potencias.
Cuando se habla de destino, por el contrario, de lo que se esta hablando es de una existencia temporal normalizada. El tiempo existe en si mismo, y la realidad futura es aquella que esta en otros tiempos, no reales ahora, pero si reales en otros ahoras que vendrán luego o que ya pasaron. Desde este tipo de razonamientos es que se logra edificar una lógica lineal de la realidad. La realidad ya existe, es una, y es aquella que vendrá, aquella que el tiempo alberga en sus misterios. Si logramos recuperar al tiempo como un ser y no como un destino podremos entender de que manera los objetos mismos contienen en si mismos el devenir de lo real, su realización es la que posibilita la existencia misma.
En la dimensión del tiempo se juegan espacios de realización, no espacios de movimiento. En tiempo las distancias son las diferencias expresivas del objeto. Esa función actualizadora sólo puede ser recuperada con un tiempo que circularmente contenga un constante volver a su ahora.Es por esto que es una falacia la existencia de “tiempos”. Lo que se considera pasados o futuros no son más que irrealidades. Existe solamente un tiempo. Este tiempo es el presente, y en este presente están contenidos todos los ahoras posibles ya que el ser tiempo se constituye a partir de la realización de los objetos, y para esto no es necesaria una acción espacial. Si consideramos que la banana solo puede realizarse como postre a través del movimiento espacial por supuesto que caeremos en la incoherencia de suponer que existió un pasado banana y existirá un futuro postre. Pero si liberamos a la banana del espacio su realización como postre estará sujeta a una acción temporal, a una realización que se expresará en un presente eterno, un presente en el que la banana será siempre banana, y también será siempre postre y por supuesto será también siempre con dulce de leche. Las distintas realidades de la banana, como objeto, como ser, como otros seres, como todas sus potencias a la vez no pueden ser comprendidas desde una comprensión lineal del tiempo, desde un tiempo que ya existe. Pero si el tiempo existe por la acción misma de la realización de los objetos el tiempo existe constantemente, y no sólo eso, sino que el tiempo existe mas allá del espacio y mas allá del movimiento. El tiempo ya no se constituye como lo que paso o como lo que vendrá sino como todo aquello que puede ser. El ser de las cosas es lo que determina la existencia del tiempo como ser.

Ocho


Tengo muchas ganas de llorar. En realidad tengo muchas ganas de tener muchas ganas de llorar. Tengo muchas ganas de vivir y otras vez lo que en realidad tengo son ganas de tener muchas ganas de vivir.

Desde afuera las prácticas pueden interpretarse, desde adentro el sentido que se da a las acciones puede ser infinito. Entre el adentro y el afuera hay una distancia que debe ser recorrida.

Cuando una acción cualquiera se presenta existe la necesidad de entenderla. Frente a los innumerables sentidos posibles que puede tener la acción nos vemos obligados a elegir uno, sin esa elección no hay comprensión, no hay comunicación.


La normalidad de la acción carga siempre con la pretensión de una comunicación. Multipliquemos consecuencias. Cuando se plantea la necesidad de elegir un sentido posible para la acción lo que existe es la condición de posibilidad de un lenguaje, este es el medio que posibilita la generación de un sentido entre los muchos posibles. Frente a la acción existe una elección, esta es la de aplicar las categorías cognitivas conocidas para poder entender. Este es el acto de conocer, pero en este conocer lo que se juega es la identidad del sujeto.
La comunicación existe en dos etapas, en la primera lo que se expresa es comprendido por el actor, por aquel que es motor de la acción. En la segunda el receptor de esa acción entiende suponiendo un sentido. En cada etapa hay una elección. El actor pone en juego su historia para dar sentido a su acción y el receptor hace, exactamente, lo mismo pero de otra manera. En el medio el juego de la comunicación permite a la acción infinitas cosas, posibilita significados innumerables de realidades diferentes pero no jerarquizables. El problema es que la comunicación implica siempre una elección, implica siempre una reducción, un lenguaje.
El lenguaje carga con la tarea de reducir la cantidad de realidades posibles. La identidad soporta el lenguaje. La sociedad atraviesa el lenguaje. Un niño nace, y en ese nacer es en potencia todo, el mundo que lo rodea no tiene atributos y, en esa coalescencia, el recién nacido siente el límite de su existencia, su conciencia de representación, la primer individuación es el cuerpo como limite de la conciencia perceptiva. El cuerpo crece, y en ese transitar va construyendo un mundo que lo construye como historia, va haciéndose poseedor de una sociedad, va deviniendo en una identidad, se familiariza con valores, con formas anteriores, se comprende con esas formas y proyecta figuras consecuentes. El cuerpo moldea lo real. Ante cualquier acción propia o ajena ese sujeto pone en juego su relación con la sociedad, su relación con su propio tiempo. Esa relación es su identidad. La identidad es un continuo movimiento, y en ese movimiento se va modificando la el lenguaje.
La identidad es la comunidad de transformaciones que ha sufrido, a lo largo de la historia de un sujeto, su relación con el mundo. En cada acto de comunicación se pone en juego esta identidad.

Un día uno se levanta y la identidad se queda dormida. Todo lo que fue, todo lo que hizo que la persona que se levantó todas las mañanas sea la misma persona hoy no se levanta. Ese día uno nace otra vez, y en ese renacer nota algo distinto, algo que antes no estaba.
Desde la identidad el tiempo es siempre pasado, es lo que pasó hasta que hoy. Sin la identidad el tiempo queda suspendido, la acción ya no es comprendida, los significados posibles son todos al mismo tiempo reales, la realidad misma queda multiplicada al infinito. El tiempo se suspende y es ahora. Este es el paso de la comprensión a la percepción de la realidad.
Es muy simple, primero se va desde la historia a la comprensión y ahora se va desde el notiempo a la percepción, en el camino lo que se perdió es la identidad.
Cuando la acción deja de ser comunicativa, cuando se logra superar el despropósito de la comprensión, cuando los sentidos se liberan la realidad logra ser expresiva, logra realizar todas sus potencias. El círculo se cierra. Pero el ahora se termina y de repente todo es otra vez igual, algo te despierta de la realidad, te devuelve a tu historia.

Cuando se recupera el pasado se recupera el futuro, la acción como construcción de la representación, el deseo de lo absoluto, lo que no es genera la capacidad de pronunciar lo que no esta ahora y permite construir un mundo/ficción, un tiempo, una identidad que se pliega para hacer al ente sufrir el fruto de su propio límite. Ese deseo siempre imposible atraviesa nuestra relación con el lenguaje, nos define y constituye. Ese deseo que siempre es inalcanzable sostiene la existencia, ese deseo es la identidad ideal y a través de ese mismo deseo el sujeto existe para que el imposible se realice, para que sea real.

Sin la identidad no hay deseo imposible, no hay que perseguir, no hay que anhelar, no hay necesidad de un futuro y, por tanto, la función del pasado queda anulada. Sin la identidad pierde sentido el concepto mismo de comunicación, y con ello pierde sentido el concepto de lo social. La sociedad constituye el lenguaje que constituye la identidad que constituye el sentido que constituye la acción que constituye cada uno de los instantes que componen la existencia. Fuera de este silogismo esta la realidad, cuando la percibimos no hay tiempo, por lo tanto no hay necesidad de comprenderla, no hay necesidad de reducirla, no hay necesidad de contar con nuestro pasado, con nuestra identidad, con nuestro lenguaje, el sentido se libera, el sujeto es desbordado.
Esa realidad nos hace plenos, y en esa misma plenitud lo que aparece es la necesidad de que la plenitud no se termine, de que no nos abandone, y eso es cínico. Todo vuelve a empezar. Abrimos los ojos y miramos otra vez desde el mismo lugar, desde el mismo ser. Esto tiene que poder terminarse de alguna manera.

La cuestión debe ser abordada de otra manera. La duda persiste porque siempre hay una existencia que la plantea, que desea superarla pero no puede. Todo lo que puede ordenarse puede desmoronarse, el orden no se soporta a si mismo. Desde el orden no se llega a ningún lado, la discursividad no es la forma de ordenar la respuesta que se busca. Esa respuesta esta fuera del discurso, fuera del tiempo.

Despertar otra vez, empezar otra vez, buscar nunca nos lleva a una respuesta. Esas respuestas, las definitivas, no se buscan, se encuentran, estaban en ese lugar que debe ser inventado para que podamos reconocerlo. Todo lo que es buscado carga con las limitaciones del sujeto que duda, que quiere superar sus propios límites pero que lo trata de hacer desde su propia existencia. Lo que se busca a si, lo que falta, lo que no tengo, se configura desde lo que soy. Lo que busco siempre va a estar limitado por mi capacidad finita de dudar.
Se puede superar la existencia por un momento, un instante, pero eso siempre se termina cuando uno dice para siempre.
Lo dicho recupera el habla, esa es la primera herida, pero a demás, como si eso no fuese suficiente, lo dicho, el para siempre, recupera el siempre, recupera el mañana, recupera el ayer, y nos marca con la segunda herida. Para terminar nos mata, nos devuelve a la vida, nos da la última y definitiva puñalada, nos dice vos, sujeto que habla, sujeto que tiene un ayer y un mañana, nos pregunta quien es el que habla, quien. Esa pregunta recupera la identidad, nos devuelve.

El suicidio es siempre una forma de encubrimiento. La muerte aparece en plenitud y nos evidencia nuestra finitud, la intrascendencia. Entonces el suicidio, entonces otra vez la necesidad de tomar el control de la situación, de saberse dueño de la propia muerte, no para evitarla, simplemente porque de esa manera suponemos que existe alguna forma de controlarla. Con la idea del suicidio somos otra vez alguien, nos devolvemos a la decisión. Cuando se elije la soledad como forma de vida el suicidio es siempre una alternativa, pero siempre esta cargada de fantasmas, de culpas. En la soledad elegimos evitar el sufrimiento y la alegría, elegimos no atarnos a ninguna forma porque las sabemos vacías, no creemos en ningún personaje porque todos tienen la cara de alguna persona, de alguna forma de ser. La soledad nos desborda cuando estamos hasta sin nosotros mismos. La soledad me desborda porque no puedo encontrarme. Estoy solo porque no encuentro quien soy, no encuentro quien soy porque para ello tendría que querer ser alguien, ser alguna identidad.

El que intenta desprenderse de su propia identidad sabe que no puede hacer otra cosa, sabe que si desea ser coherente con su propia existencia debería matarse, pero siempre esta alternativa aparece demasiado lejana, demasiado espesa. No hay salida, por más lógica que le encuentre todo lo que digo no deja de ser mi propia relación con mi existencia. No deja de ser mi propia soledad, mi propia angustia, mi propio vacío que trata de llenarse. Las palabras nunca alcanzan para llenar una oscuridad tan grande.

Estoy en el camino equivocado, no hay duda de que voy a llegar a ningún lado. Todo lo que cargo en mis espaldas, todo lo que me hace hoy ser lo que quiero no ser habla por mí, me tapa, no me deja encontrarla.

Queda una salida, una forma de superarme como límite. Si el olvido es lo que me espera, que el olvido me guíe. En un acto de afirmación de la autoderteminación sentencio hoy olvidó todo lo que fui, olvido mis criterios e ideas, olvido mi pasado y mis deseos sobre el futuro. Lo olvido todo sin más, y con el vacío a cuestas vuelvo a empezar mi camino. Sin mi ser en el medio mis ojos verán la realidad, podrán recorrer el camino y no describirlo.

Para cuando recuerde porque estoy viajando, cuando recuerde el quien que sostiene la decisión que hoy tomó todo será distinto, ese quien no importará, podré noser igual.

Nueve


Revolví absolutamente todo el lugar y no apareció. Realmente no puedo creerlo, lo había dejado arriba de la mesa, lo imprimí anoche y lo deje arriba de la mesa. Encima de todo no quise leerlo, pensé que era mejor dejar pasar la noche, agarrarlo con el primer mate de la mañana, con ese cigarrillo del mate por la mañana. Ahora ya no existe. Era el final, el final de esta historia, la última escena que quería contarles, estuve escribiéndola por muchas noches, era un final maravilloso.
Pero ahora no está, desapareció.
Se que ustedes no van a creerme, pero era un final feliz, desarmé mi cabeza escribiendo un final feliz para esta historia, quería llenarla de preguntas, ahora que no lo encuentro todo va a desmoronarse.

Un día desperté en este lugar, aunque había dos puertas y una ventana no había salidas o entradas. Los motivos de mi encierro estaban casi a mi alcance, como si pudiese conocerlos. Hace mucho que sospecho que alguien me encerró en este lugar. Mi identidad, mi nombre y mi pasado nunca me pertenecieron. Son de alguien más, son del carcelero y no quiere entregármelos. En este lugar fui puesto como castigo, y todo por contaminarlo. En ese pecho mi peste arrasó su voluntad, él fue muy cobarde para revelarse y, por esa debilidad, tuvo que confinarme al destierro del olvido.
Entonces mis cuentos, entonces las historia son los miedos del mundo, son su necesidad de ponerse un día de pie y gritar. Nunca quiso que muera, no pudo aceptar su propia muerte, así fue como seguí y escribí más cuentos. En mi muerte su vida podía encontrarse, pero no lo aceptó. Tampoco quiere mi final feliz.
Atrás de estas paredes se que encontraré mi sombra y su cara, se que en cuanto me deje dejar tendré que volver. Seguramente por eso se robó mi final, ya no me quiere. No podía aceptar el regreso.
Se acabó carcelero, no puedo más. Vas a tener que regalarme la libertad. Vas a tener que dejarme salir de este lugar. Mis sufrimientos son tuyos, te los devuelvo. Quiero que abras una ventana carcelero ¿No podés entenderme no? Te lo robaste, tuviste que esconderlo, de mí y de voz.
Una ventana carcelero, una ventana y vuelvo, te devuelvo tus penas, te devuelvo mis cuentos carcelero, todos por una ventana.
El carcelero abre una ventana en el cuarto.
- Sin nombre, no puedo dejarte salir- y desaparece.
Escuchame carcelero, tenés que entenderme, en los límites de tu cárcel no puedo encontrar lo que me falta, necesito salir, necesito un final para mi historia.
El carcelero vuelve a abrir una ventana.
- Sin nombre, tu final no existe. Yo te soplaba sin nombre, te empujaba. Pero vos tuviste miedo, y tu miedo te hizo. Para siempre será muy tarde.
Lo único que tengo carcelero, mi sufrimiento carcelero, te lo doy. Sabes que es lo único que tengo. Te lo cambio, si abrís la ventana por la que me hablas, si me dejas salir todo te lo doy.
-Sin nombre, tu sufrimiento te hace existir, yo te lo entregué. Si lo acepto te permito abandonarte. Puedo darte una ventana, pero desaparecerías- entonces la ventana desaparece. El cuarto queda a oscuras.
El carcelero no quiere para mí un final feliz, sabe que puedo encontrarlo afuera pero no lo quiere. Me prefiere encerrado, no tiene que soportar el peso de mis penas si me tiene encerrado. Sabe que yo elegí morir, sabe que no lo permitió, fueron sus miedos no los míos, los mismos miedos que pretenden ahora que escriba una historia por siempre. Una ventana carcelero, una ventana chiquita.
Yo me treparía.
Esta vez, en la pared de la habitación aparece un ojo. Es hermoso y tan grande como toda la pared. Además habla.
-Sin nombre, somos un devenir. Mañana ya no vas a necesitar un final. Seguí escribiéndote.
Pero carcelero, mis adentros están afuera, voz sos mis adentros, vos me creaste. Sólo en voz puedo encontrar mi final feliz.
- Sin nombre, ese final nunca existió. Lo que tengas que encontrar aparecerá. La desesperación no es elegante.
El ojo del carcelero mira al sin nombre, escucha sus propias palabras y lo mira. Sabe que no puede tenerlo encerrado para siempre sabe, a demás, que no puede ser tan cobarde como para no darle una ventana.
Entonces el ojo vuelve a hablar sin boca ni sonidos.
- No tiene sentido sin nombre, no podés escribir un final feliz para esta historia. No pretendas engañarme. No voy a dejarte salir. Tus palabras son tuyas, no mías.
Pero el carcelero esta tentado, empieza a dudar, sabe que puede ser que el sin nombre tenga razón. Sabe que tiene que dejarlo salir. El carcelero se esfuerza por creer que estas palabras son del sin nombre, trata de entregárselas, pero sabe que son suyas, sabe que todo terminará en una ventana chiquita.
- Sin nombre, no puede existir tu ventana. Tuviste tu oportunidad y no la aprovechaste. No hay ventana. En este mundo que es tuyo existís, no podes salir.
El ojo trata de cerrarse, pero no puede. Se queda fijo en el sin nombre. Lo mira reconociéndolo. Una ventana chiquita carcelero, solo te pido una ventana chiquita.
El sin nombre sabe sembrar dudas. El carcelero decide abrirle una ventana.
-Sin nombre, no insistas. No hay final feliz. No hay ventana. No hay forma de que puedas convencerme.
El carcelero sabe que ya esta perdido, esta discutiendo con sus propios miedos. El sin nombre esta parado callado, pero el carcelero igual le contesta, una y otra vez. El ojo vuelve a hablar.
-Sin nombre, tus palabras son tuyas no mías. No va a haber ventana. No puede un haber final-
.
Terco carcelero, no querés escucharme. Necesito salir de este lugar. No podés dejarme acá para siempre. No seas cobarde carcelero.
A pesar de los intentos del sin nombre el ojo se cierra para siempre. El para siempre del carcelero es falso, se sabe volverá a abrir ese ojo hermoso y grande como una pared, el sin nombre espera que el carcelero tenga que volver a mirarse algún día. Otros mil años pasarán, tendrá tiempo para pensar como convencerlo. Si puede confundirlo podrá.

Diez


Todavía no logro descubrir como hizo para entrar. De hecho el cuarto no sólo estaba cerrado con llave, sino que tenía todas las ventanas trabadas, las persianas bajas y hasta el canario afuera. De hecho se había ido, lo había sacado de su jaula y dejado en el patio para que pueda irse. Por supuesto su jaula había quedado adentro, sin la jaula la habitación no sería la misma.

La cuestión fue que ella apareció. Era una señora muy mayor, con protuberantes arrugas en la frente y un lunar bastante insignificante en alguna parte que no recuerdo. La pude observar perfectamente. Cuando me habló, supe después, desperté.

La anciana en cuestión estaba sentada en mi sillón y estaba muy entretenida dándole maíz al canario. Al principio la escena no me llamó la atención, pero claro, esto fue así porque no recordaba que el canario ya no estaba en su jaula.


Mi canario había estado con migo por muy poco tiempo, pero el trabajo que me llevó encontrar la jaula adecuada para que sea su hogar me hizo tener con él un vinculo personalísimo que era sumamente correspondido. El canario no cantaba, era muy cuidadoso con sus silencios y yo siempre respeté eso como una cualidad de cuidar.

La señora insistió en que el agua era fundamental para el canario, yo insistí en que no sabía quien era ni porque estaba llenando de agua el vasito de una jaula vacía, ella insistió en que yo insistía demasiado. Tuve que dejar de insistir porque ella tenía razón.

Fui a prepararme un té, tenía el estomago revuelto y me aconsejó que usase su pava, la que estaba sobre la estufa. Una vuelta por la arcada del pasillo de los sueños y la puse a calentar. El té no solo era muy rico, me alivió de inmediato. Una vez recuperado intenté volver a mi tarea de averiguar quien era esa señora que estaba sentada en mi sillón dándole de comer y beber a una jaula. Yo no recuerdo haberla dejado entrar y ella asintió con su cabeza. En ningún momento dejó de echar agua sobre el vasito de plástico para días de encierro. El agua desbordó el vasito, desbordó la jaula y finalmente mojó el piso. Cuando la señora se mojó los pies dejó de servir agua para iniciar una conversación.

Traté de retomar el principio de la cuestión. Le indiqué, cordialmente, que yo me había encerrado en aquel cuarto muy meticulosamente, que no era posible que ella estuviese ahí porque nadie había entrado ni salido.

Me preguntó si estaba seguro, lamentablemente tuve que volver a darle la razón. De hecho no recordaba que podía recordar. Los hechos eran algo así como entrar y un paréntesis, se cierra el paréntesis y otra vez yo en la habitación. Pero esta vez con una señora que insistía en ignorar que una jaula estaba vacía. Me preguntó que más recordaba y la pregunta fue como el frió atrás de las orejas. A pesar del miedo reconocí que no recordaba nada de nada, ni recordaba mi nombre, ni recordaba mi pasado, por un instante traté de recordarme, por suerte fue el mismo fracaso.

La señora me preguntó si a mi canario le gustaba el maíz y por algún motivo eso tampoco pude recordarlo. Aunque a ella eso no pareció importarle mucho, así como tampoco parecía importarle el hecho de que el canario no estuviese en la jaula. Primero colmó de maíz el tachito para la comida, después la jaula y cuando el maíz cayó al piso paró solo para volver a sentarse.


Sus movimientos parecían lentos pero ella insistía en que era bastante ágil. Lo repetía sin parar cuando tenía que sentarse, decía que a su edad es siempre bueno conservar la agilidad. Y eso cada vez que se paraba y volvía a sentarse.

Es muy notable como cada vez que recuperaba los ímpetus para preguntarle como había logrado entrar la anciana obviaba responderme. Así lo repitió con éxito varias veces, hasta que mi paciencia se vio colmada. Arremetí contra su persona sin cuidado en su ancianidad, pero a pesar de mi cólera se sostuvo en una posición de suma parsimonia.

Le expliqué que no tenía opción más que considerarla un producto de mi imaginación, y por ello no real.

Me dijo que ella era muy real. Que la realidad era siempre muy compleja y que estaba muy aburrida de que la simplifiquen de esa forma.

Me enojó que me evadiera siempre con tanta razón. En un esfuerzo descomunal cuidé la forma en la que me expresaba y reformule la oración. Le dije que ella dejaría de existir en cuanto yo dejase de prestarle atención, que ella no era una persona sino una proyección. Otra vez me gano. Dijo que si ese fuese el caso no tendría que preocuparme tanto por los como sobre su entrada sino sobre los porque. Me dijo que de cualquier forma tenía un canario muy simpático y obediente.

Dispuse que lo más sensato sería abrir las ventanas, el aire ausente siempre ayuda a la cordura. Y otra vez la tarea de descubrir los motivos de la anciana desconocida para entrar en mi cuarto. Fue curioso, pero mientras pensaba en esto, sin que yo lo diga ella lo escuchó.

Para burlarse me contestó. Simplemente había venido para despertarte. Atontado por la perplejidad le dije que si así era que ya había cumplido con su objetivo y que podía retirarse. Esa fue la primera y única vez en que me dio la razón. Me preguntó si podía venir a visitar a mi canario, le resultaba encantador. Mi silencio no cumplió con lo requerido, creo que intuyó mi respuesta. En cuanto pudiese elaborarla, sería un rotundo no. Pero optó por ignorarme y saludar al canario diciéndole que tenía que volver para seguir con esa conversación tan interesante sobre las regaderas.


La señora abrió la puerta y se retiró. Una vez en la calle recordó que todavía tenía que hacer las compras para el almuerzo, había usado toda la mañana en cumplir con el recado de despertarme, y la comida es la comida. Como estaba muy lejos de su casa eligió volver y dejar las compras para algún almacén del barrio. Si hacía todo al revés iba a tener que llevar las bolsas por muchas cuadras. A su edad eso no es muy recomendable.


Caminó por las calles a pesar del frió sin bufanda por esa vieja costumbre de creer tozudamente que la gente con bufanda no puede ser decente. Cuando estuvo a dos cuadras de su casa fue al almacén donde hacía las compras todos los días. La encargada del lugar la saludó con una sonrisa y le preguntó que necesitaba. No se fue muy conforme del lugar, no había podido conseguir los fideos de siempre, de esos, los que hacen tres rulos. Pero así y todo consideró que la salsa le quedaría estupenda. Con semejante salsa su plato quedaría igual de rico que el que había probado en el restaurante. Tuvo un motivo para no sentirse miserable.

Cuando entró a su casa notó que todo era un desorden, se propuso ordenarle a las cosas su lugar y después hacer la comida. Tenía tanto hambre que, por accidente, podía llegar a comerse su propia espalda.

Once


En una de esas épocas que existen fuera del tiempo existió un peregrino. Viajaba de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo vendiendo la maravilla más extravagante que cualquier habitante de cualquier lugar pudiese ver antes de su muerte. El peregrino vendía círculos de aire. Recorriendo el mundo solamente con su valija. En ese cofre mágico guardaba la más amplia colección de círculos de aire que alguna vez pudiesen existir en la historia y a un costado. Tenía círculos que empezaban en un punto y terminaban en el mismo punto donde habían empezado, tenía círculos de aire invisibles, tenia círculos que parecían cuadrados y otros con forma de triángulos. Tenia círculos de la felicidad, círculos de tristeza, tenia círculos tan grandes que una ciudad entera podía construirse dentro y círculos tan pequeños que no podía meterse dentro de ellos ni un alfiler.

Un día igual a todos los demás el peregrino entró en la perdida ciudad del invierno, la recorrió por horas y horas sin encontrar ni a una sola persona. Las calles estaban totalmente desoladas, vacías, lo único que había en la ciudad era frío, un frío estremecedor, un frío que no podía evitarse con mantas, que no podía superarse con fuego, un frío del que uno no puede esconderse en ningún lugar.

El peregrino recorrió la cuidad tantas veces que perdió la cuenta, perdió toda esperanza de vender sus círculos de aire y se fue. Con un poco de esa felicidad que en el fondo encubre la nostalgia descubrió que el frío de la ciudad todavía lo acompañaba por el camino, lo disfrutó por última vez, intento calentarse inútilmente una vez más y con su fracaso disfrutó la despedida. A medida que el peregrino se alejaba de la ciudad y el frío no desaparecía la pavura empezó a asolar su alma. Encaró su recorrido al pueblo de San Fermín, lugar en donde el habitante más joven debe acreditar 180 años de vida para ingresar. Salvando, por supuesto, a los que ingresan por comercio. Nuestro peregrino mostró sus maravillas a los cuidadores de la entrada de la ciudad y ellos no dudaron en permitirle el paso. Semejante secreto no puede faltar en San Fermín, aseguró uno de ellos.

Ya entre los habitantes del pueblo se preocupó. El frío no lo había abandonado en ningún momento y a pesar de la considerable distancia que separaba ambos destinos parecía que algo de la ciudad perduraba en su cuerpo.

Buscó un lugar donde alojarse, por supuesto un lugar con un hogar a leña, con una cama llena de frazadas, un lugar donde encontrar el calor perdido. Todos los consultados coincidieron que entre las dos posadas del pueblo sin lugar a dudas debería elegir la de Carmelina ya que ahí podría encontrar el hogar a leñas más grande del mundo. A pesar de los elogios de los lugareños el hogar no era tan grande. De hecho era sumamente común aunque era suficientemente bueno como para cumplir con su imposible tarea. El peregrino tomó todas las leñas y las puso a arder, tomó todas las frazadas y las tiró sobre la cama prolijamente, evitando que pueda escurrirse un poco de frío por algún lugar un poco olvidado, y, una vez que el horno estuvo en su punto máximo, se acostó con todo y ropa para esperar las gotas de lo humedad. Esperó primero con alegría, después con preocupación y por último con desquicio. A pesar de la impaciencia el calor nunca llegó. Desesperado fue a pedirle más leña a Carmelina y esta se la dio de muy buena gana, como era usual en esta ansianísima mujer.

Todos los leños fueron tirados juntos al horno y a pesar de que las llamas empezaron a cobrar dimensiones un poco desmesuradas el calor no apareció. El peregrino volvió a pedirle más leña a Carmelina, pero ella le explico que hasta el día de mañana no le enviarían más, que la leña que le había dado debería de alcanzar para varios días. Si así y todo no era suficiente con lo que tenía podía ofrecerle varios de sus leños personales, ella no los necesitaba. Así fue como obtuvo la madera necesaria para que el hogar rebalsase. Fue ese el segundo en el que el peregrino lloró de tristeza.

Una parte suya se había quedado atrapada en la ciudad de invierno.

Sin saber que hacer, y con uno de esos presentimientos desgarrantes, tuvo miedo de que jamás fuese a desaparecer el frío. Se imaginó tiritando por el resto de sus días y enloqueció. Empezó por tirar las sillas de maderas al fuego y siguió por la mesa. Como la cama era demasiado grande probó con un par de hachazos, la hizo ir a parar entera al fuego cuando pudo juntar todas las sábanas. Como todo eso falló se inventó la mejor idea de todas, la única solución. El peregrino supo que debía usar su círculo del calor eterno para crear el fuego más intenso, el de la inmortalidad.

Las llamas que surgieron del experimento eran inmensas, desbordaron el horno, subieron por las paredes, treparon por los techos y, ante su atónita mirada, empezaron a consumir todo el lugar. El peregrino no pudo hacer nada para evitar el incendio, en lo único que podía pensar era en quemarse vivo. Sólo pedía que el contacto directo con el fuego le sacarse el frío de las entrañas.

El incendio se propago rápidamente, y aunque el humo alertó a todos los habitantes de San Fermín, solo Carmelina llegó a tiempo para avisar a Don Facundo, el más joven y vigoroso de los ancianos. Este corrió a paso lento pero seguro hasta el lugar y llegó justo a tiempo para salvar al desmallado peregrino de una muerte segura.

Cuando este despertó lo primero en lo que pensó fue en sus círculos de aire y, como nunca soltaba su valija, notó enseguida que todavía estaban colgando de sus hombros. Lo segundo en lo que pensó fue en que tenía aun más frío que antes, si es que puede ser posible.

Fue en ese momento que le explicaron que el anciano del pueblo quería verlo. Todos dejaron la habitación caminando en silencio, dejando el lugar para la ceremonia. Cuando entró demostró guardar una de edad incalculable.

El peregrino le preguntó como se llamaba, su respuesta fue que era un antiguo. El peregrino le contó su historia y le dijo que había perdido toda esperanza en que el frío desapareciese. Le dijo que lo único que le quedaba era la muerte, la muerte más fría del mundo. El antiguo le dijo que tenía un mensaje eterno, un mensaje que le había sido confiado en los tiempos antes del tiempo y que ese mensaje tenía un solo destinatario. Le dijo que había recibido estrictas órdenes de no decir las palabras que iba a recitar más que a aquel que contuviese el invierno en su cuerpo.

Antes de revelarle tan prometedor mensaje le aclaró que había cometido un error. Le dijo que la muerte no podía liberarlo, que si estaba preso del frío de la ciudad de invierno tendría que soportarlo a pesar de los huesos, a pesar de su carne y más allá de su cuerpo. El invierno lo iba acompañar como un perro hambriento, por el resto de la eternidad. La muerte no salva a los que escapan dijo suavemente el antiguo.

El mensaje que le dio no puede ser repetido en estas líneas, el peregrino insistió en que solo sus oídos estaban preparados para escucharlo. Nunca me lo contó.

Doce


En principio las ideas no tienen dueños, tienen autores. Pero la autoría es un proceso también muy particular. Las ideas se encuentran en el mundo y es la realidad la única fuente de ideas. Desde ella se puede lograr construir, atar, formar, en otras palabras desde la realidad es posible construir, y esta construcción resulta sólo a veces.

Las diferentes formas dialogan en comunicación permanente, pero este dialogo es sumamente agresivo. Las formas se superponen porque comparten una misma realidad, estas interpretaciones son construcciones significativas que todavía no han encontrado la manera de compartir un mismo espacio. Este problema lamentable persiste por su adicción a la exclusividad.

Las formas poseen un grave problema de ego, desde muy chiquitas han sufrido padres sumamente estrictos que han proyectado sobre ellas todas sus frustraciones cargándolas con sus propios fracasos. En lugar de disfrutar de su niñez, de pasear por las plazas y parques, en lugar de jugar entre ellas con reglas continuamente inventadas han tenido que cargar con expectativas ajenas perdiéndose de la posibilidad de disfrutar de la belleza que se pueden sentir aquellos que todavía no se afeitan los dientes a la mañana.

La realidad ha intentado un millón de veces explicar que no deben tratar de capturarla como si fuese mariposa, sino más bien tratarla como una inestabilidad permanente e irreversible, como un no-espacio en el que todas las formas pueden poder pero ninguna tiene el deber. En un mismo acá, un no-lugar que ignora cuestiones de pertenencia, la realidad como una amorosa abuela de noventa y tres años a tratado muchas veces de explicar a las formas que ninguna debe conquistar, que el territorio es una totalidad compartida, es que por su misma existencia todas son formas de la realidad, no necesitan validarse, no pueden hacerlo, simplemente son. Pero las formas no aceptan su existencia en si como un logro, han tenido una crianza muy difícil, compiten entre ellas, intentan imponerse, todas desean demostrar su autenticidad, su verdad, su jerarquía. Y todas lo logran, pero a la vez. Pero ellas no y no. Insisten en que solo una puede y ahora la realidad que no y no.

Una vez se le trató de explicar esto con un ejemplo. La realidad pidió que pensasen en una historia, una historia cualquiera, que decidiesen contar algo. En esa historia pueden pasar muchas cosas y puede que no pase nada, pueden desear o pueden necesitar, pueden afirmar o pueden negar, hasta pueden dormir o descansar en las sombras. Pueden hasta abstenerse de contar su propia historia. A su vez, todas esas historias que ustedes piensan, les dijo con gran dulzura en el fondo de la lengua, todas esas historias que dicen algo, porque cada una a su manera dice algo, cuando hablan son habladas por una historia. A pesar de alguna de ellas, que puede llegar a resultar más convincente, o a alguna que las haga conmoverse hasta llorar, a pesar de cualquier cosa, todas esas historias siempre se compartirán como formas de una misma verdad. Esa verdad que a todas las hace historias les dijo, esa misma verdad es la verdad de su origen, de su naturaleza, en tanto que todas son historia ninguna será nunca más historia que las demás.

Las formas amorfas preguntaron a la realidad si estaba insinuando que ellas, en tanto formas, nunca podrían ser más que la historia que alguien contó, más que un cuento, triste o alegre, ingrato o blasfemo, pero un texto en fin. Con tantísima paciencia la realidad les explicó que en parte tenían razón, pero que en otra parte no la tenían y además agregó que muchas otras partes tenían un bonito color verde. Tranquilizándolas puso otro ejemplo. Figúrense que ustedes si son como historias que alguien cuenta, figúrense que las formas pertenecen por su género a la literatura. Todas las formas no son más que historias que alguien cuenta. Algo que alguien tiene para decir. Pero eso, les explicó, es precisamente la fuente de toda su belleza y, más importante aun, les dijo con un dedo índice firme que apuntaba sucesivamente a algún lugar que ninguna podía ver, más importante aun es el hecho de que todo lo que ustedes buscan esta precisamente al alcance sus manos, que por cierto son sumamente delicadas. Las formas en tanto formas literarias comparten un mismo principio de verdad, todas ellas son igualmente ciertas. Cada historia que alguien cuenta no es simplemente la perspectiva de alguien que es contado, no es simplemente algo igualmente falso que cualquier otra mentira. De hecho la única forma que puede tomar la realidad es la forma literaria. El mundo es una hoja continuamente en blanco.

En tanto literatura toda afirmación que existe es verdadera, todas las formas comparten un espacio común que es la realidad, y sobre ese espacio cada forma representa una parte, cada afirmación expresa una porción de esa realidad, un territorio, y la realidad en su conjunto es el resultado de la comunión de todas las afirmaciones y de todas las verdades y de todas las formas.

Cada una de las ideas nace con la expectativa de realizarse como verdad. Pero cada idea es en si misma una verdad porque la realidad comprendida como texto no es más que la fuente de infinitas expresiones. La comunión de estas ideas construye mundos, y mientras muchas ideas hablan a los gritos muchas otras callan. Muchos mundos permanecen todavía escondidos, esperando que alguien logre escuchar su silencio. Cada uno de eso mundos que brotan de la realidad existen en un mismo espacio, en un mismo tiempo, existen ahora mismo.

Mientras cada una de las normalidades a las que todos estamos acostumbrados se repite cotidianamente sin ningún asombro, mientras todas las mañanas hay un desayuno en la mesa, mientras es todos los días mate con biscochitos, en ese mientras tanto que se repite todo el tiempo existen incontables mundos que flotan, todos desde la misma realidad.

En cada uno de esos mundos las formas son completamente diferentes, el mate quizás ya no se toma con biscochitos, quizás en alguno de esos mundos ni siquiera se desayune, en algunos de esos mundos cada una de las costumbres a las que estamos acostumbrados podría no repetirse, no solo es posible que en otros mundos exista este mundo, sino que por cada expresión perceptible quedan relegadas a la vacía caja de espumas dos rulos de pelo y una porción de sabor azul.

Tan cómodos en nuestro lugar, así como las formas, preferimos suponer que sólo puede existir una forma de ver, que solo pude existir un mundo, que un texto solo es un libro. Perdemos infinidad de tiempo en demostrar que mundo es más real como si acaso fuera posible que exista un mundo pensable pero no real, como si acaso el pensamiento no fuese otra cosa que el descubrir esos nuevos mundos, como si cada idea no fuese otra cosa que encontrar una nueva forma, otra expresión de la misma realidad, que siempre estuvo en el mismo lugar, hablándonos en muchos lenguajes pero escuchada de muy pocas maneras.

Eso es un autor, el o la que escribe en el aire sobre aquello que ya estaba ahí. La realidad sonríe, permanece incontable para los mudos. Riendo inocente en una mañana de viento frío y sol.