viernes, 8 de agosto de 2008

Presentación

Pensemos por favor en lo implicado en la eficiencia y comprometamos políticamente las consecuencias de nuestras acciones.

Nacemos en una época y sistema que no elegimos , damas y caballeros el error es la única forma de coherencia. No se confunda, no estoy hablando de teatro, no estoy hablando de libros, no quiero que piense en piedras ni vasos. Serán el cuerpo y la dignidad los que soporten esta lucha.
Sujetados a la noción de sujeto reproducimos la tiranía de la utilidad. Nuestras prácticas contienen, en el concepto de producción, la implícita aceptación de las reglas establecidas. Quien se mueve dentro de una sociedad interactúa con sus criterios y su materialización en las prácticas del otro. Ser útil, en cualquier cosa, es aceptar las limitaciones de un aquí y ahora.
La línea de fuga ha sido escrita para tentar al futuro, el error permanente es una forma de disidencia. No hay sólo una forma correcta de hacer las cosas, pensar en la productividad de los actos, suponer que toda acción carga con la esperanza de una consecuencia es la forma en la que nos han acostumbrado a la obediencia. Abandonesmos las esperanzas.

El error debe ser introyectado e incorporado. Propongo que reemplacemos la adicción a la gravedad por la adicción al error. Cuando la inmediatez fluya en nuestros actos y nieguen la línea de continuidad entre lo que aprendimos y lo que haremos, naturalmente, estaremos constituyéndonos en una interferencia en la realización del poder. No hay forma de que alguien mande si el sujeto no obedece. Si alguien esta pensando en policías o represión creanme, no es esa la forma. La sanción es indirecta, no viene de las instituciones sino de las conductas que las instituciones condicionan. Si Usted practica el error permanente su jefe lo va a echar, su socio va a dejar de invitarlo a comer, no va a tener dinero y las mujeres lo van a abandonar. No es la policía la que va a decirle que esta EQUIVOCADO. Eso ya no hace falta, la sociedad reproduce sus criterios y los legitima excluyendo.
La interacción entre el error permanente y la sociedad es violenta. La sociedad defiende el sistema por costumbre, no hay que juzgarlos, hay que despertarlos. El error permanente es la práctica cotidiana que supone la posibilidad de que las cosas pueden siempre hacerse de otra manera. Como decisión de vida supone la negación absoluta a legitimar lo injusto. Tendré hambre solo para evidenciar hasta que punto NO SOMOS LIBRES.
Transitar esta existencia sin libertad es desperdiciarla. ¿Cómo alguien puede saberse libre si lo único que hace es reproducir el lugar que le corresponde? Simplemente con pronunciar al paraguas ya estamos incorporando a la lluvia. Todas las acciones que realizamos cargan con una aceptación implícita. Salvo el error. La locura supone un manicomio, la enfermedad un hospital, la muerte un cementerio, pero el error permanente no puede ser asimilado. Es una catástrofe, es una forma difícil de vivir, es la dignidad. Es una militancia constante pero inmanente. No soy razonable, no quiero serlo. La razón ya hizo demasiado por nosotros, es hora de plantearnos otra moda.

jueves, 7 de agosto de 2008

Voluptusidad

Una cuestión que no quiero dejar de tratar es la de la voluptuosidad. La permanencia en el error fue para mí la forma de acceder al conocimiento. Al momento de mi nacimiento la RADIOGRAFÍA le mostró a mi madre los motivos de la imposibilidad del parto natural. ESTABA AL REVES Y CHUPANDOME EL DEDO GORDO DEL PIE. También mi cuerpo me lo exigía, la temprana y constante torpeza desató una relación de violencia disciplinaria que pude sortear solo pero con mucho sacrificio.

La educación se configura como un someter. Desde la familia se enseñan las costumbres para limitar las posibilidades pensables, desde las palabras se limita la realidad a los categorías cognitivas, desde las escuelas se moldea la mente definiendo los temas que deben ser pertinentes. Durante mucho tiempo fui ciego y traté de adaptarme a lo que se exigía de mi, todo fue angustia. Un día me dijeron que debía conocerme, saber quien era. Me enfrenté a la realidad de mi existencia. SOY UN ERROR.
En mí caso el volumen de errores no es un problema, desde que decidí ser yo mismo y no lo que me obligan a ser los errores fluyen de forma natural. Los atentados erroristas también existen, pero son una canalización natural de la creatividad. El lenguaje que se encuentra en mí para explicitar mi comprensión del mundo.
Es por eso que el camino que tuve que realizar hasta aquí es un camino de conocimiento y de aceptación. Frente a mi realidad el sistema social impone normalización, la libertad existe desde el momento en que decido sostener mis errores y no adaptarme.
La construcción siquiátrica del sujeto plantea un problema similar. El gran descubrimiento del señor Freud fue el del sujeto partido. A los racionalistas de aquella época no les gustó nada que un tipo les diga que el hombre no tiene una unidad racional y que, muy por el contrario, es un ente fragmentado que no controla todos los niveles de su conciencia. El gran problema fue que después se adoctrinó al psicoanálisis para que construyera los mecanismos para reconfigurar ese sujeto bajo la promesa de una falsa unidad. El poder revolucionario del invento de Freud fue mutilado por su inventor. Nuestro deber es retomar ese poder para permanecerlo latente.
No más psicólogos ni psiquiatras. Elegir ser yo mismo implica no admitir la autoridad moral de la sociedad o de la época o de un saber o de quien fuera para imponerme una forma de comprender las cosas o una forma de actuar.
Se ha impuesto un modelo de sujeto racional y correcto que es inmoral. Frente a esto levanto una nueva bandera NO EXISTE NADIE SANO. Solo existen diferencias, hay que exigir que se las acepte.
Sólo entonces podremos avanzar a un segundo estadio. TODOS ESTAMOS SANOS.
El objeto mundo tiene infinitas expresiones posibles. La costumbre condiciona la percepción de la realidad para que captemos siempre lo mismo. El error nos libera de la costumbre, nos permite alcanzar esas potencias del mundo que han sido encarceladas bajo el nombre de fantasía para condenarlas a la irrealidad. Un nuevo mundo existirá cuando demostremos la posibilidad de lo imposible. El error completará la realidad.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Dostoievski, el primer errorista.



¿Por qué habré querido decir que un asesino en la literatura pudo ser inocente? ¿Podría alegar que comprendí mal la obra? ¿Tendría que aceptar que aquello fue un error? Es que no fue Dovstoievsky el que quiso liberarlo de su culpa. Fui yo.
Mi interpretación de la obra había sido que Rodion Raskolnikov era un hombre en busca de una revolución, acosado por su época, estafado por una usurera. Había pensado que ese dinero le serviría para financiar su revolución, y que la muerte de aquella mujer estaba justificada, porque el pintor estaba dispuesto a pagar las culpas que le correspondían a otra persona. ¿Fue una trampa?
La culpa le pesa sobre el alma, eso se le nota. El asesinato no está nunca justificado, o legitimado, desde ningún lugar. ¿Cómo pude haber pensado que ese crimen merecía la inocencia? Sinceramente había creído que aquella aparición del pintor era confusa, que no quedaba claro quién le atribuía esa responsabilidad, ¿fue su propia locura o fue un policía? ¿Fue Dovstoievsky?
Me pregunto hasta que punto entendemos lo que una obra nos quiere decir, y hasta qué punto solamente vemos lo que podemos ver. ¿Perdón? ¿castigo?
Estoy demolido, una situación detrás de lo otra, todo está llevado hasta el dolor. ¿Hasta dónde puede llegar el sufrimiento? Quizás hasta la muerte. Y seguramente todo en la historia tiende a incriminarlo, a Rodión, a hacerlo el responsable de sus actos, de lo que le hace a terceros y a sí mismo, de lo que hace de sus ideas. Pero yo pensé que el pintor se incriminaba solo, que se hacía culpable del asesinato ajeno por la intervención del autor en la obra. ¿Qué me quería decir sobre lo que yo estaba viviendo esa interpretación? Pude haber sido un monstruo, y quizás todavía puedo serlo, sin saberlo. El temor que me genera ser capaz de equivocarme, la lectura de mis errores, y mi arrepentimiento. No quiero leer lo que he escrito. Tendría que borrarlo todo. Siempre quise escribir un libro que muestre el movimiento, porque yo he partido de un lugar, y he llegado a otro. Quise representar esa posibilidad, pero verme allí, tan lejos, tan triste, tan solo, y tan ciego, me hacen pensar en que todavía puedo estarlo. No voy a borrar lo que he escrito aunque ya lo he hecho, lo que he interpretado, no voy a negarme a mis conclusiones. Me entregaré a ellas, esperando que en algún momento algo de lo que diga sea esclarecedor.
Comprendo que en determinadas circunstancias sea correcto generarle un problema a alguien, la necesidad de movilizarle. ¿Pero qué pasa con lo que movilizamos sin saber a dónde va? ¿Debería condenarme al silencio por ser capaz de equivocarme?
Y Usted me dirá, ¿Por qué los limito a mis preguntas? Porque no puedo exponerles lo que me las generó a mí. Quisiera ser dueño del hubiera, para quitarme partes del pasado, y sin embargo, todo lo que he tenido que pasar para llegar hasta aquí. Comprendo la mayor parte de mis incoherencias, pero de algunas otras todavía no puedo reírme. ¿Fue Nikolka? No.

martes, 5 de agosto de 2008

¿Qué es un error?



En sentido amplio un error es una distancia que resulta entre lo que NO ES y lo que ES.

Para hacerlo más claro usemos un ejemplo matemático. Si partimos de una recta y marcamos el cero nos ubicaremos en un punto en el cual todos los números están excluidos pero posibles. Ahora bien, si realizamos una suma entre los infinitos números que se encuentran a la derecha del cero y los infinitos números que se continúan a la izquierda, el resultado de esa suma será un cero, pero no el mismo. Será un cero absoluto que contiene todos los números.

El único número que no es un error es ese cero absoluto. Cada número, entero o irreal, que existe es un ERROR de ese cero, es algo diferente, una distancia. Este cero absoluto transforma la recta en un círculo al ser el punto en el cual las puntas infinitas de la recta se unen. Lo infinito es lo imposible, es el concepto que creamos para nombrar lo incontable. La realización de lo imposible es el cero absoluto.

La única certeza que tenemos sería la inmediatez de ese cero que contiene todas las potencias nombradas, nombrables, reales o imposible. Fuera de esa totalidad lo único que existe es el error.
Desde este nivel TODO ES ERROR. Pero este no es el nivel cotidiano, el hoy y aquí es un nivel histórico y social. La construcción de obediencia que es lograda hermenéuticamente da al sistema la legitimidad necesaria para sostener comprensiones del mundo hegemónicas. Estas afirmaciones no se establecen desde un plano ontológico, pero si lo son al nivel de las prácticas que las reproducen. Los equilibrios en las relaciones de poder obtienen un grado de certeza a través de lo que afirman en la obediencia. Es por ello que el error es la obligación ontológica de todo ente, es la desobediencia moralmente correcta.
En el plano ontológico un error es una distancia de lo que NOES, es una afirmación, todo lo que ES es un error. En el nivel de las prácticas el error es la herramienta que debemos utilizar para unir todos los planos en un solo plano.

Perversión delirante, el error como tangencialidad.


La realidad aparece construida en pliegos, en submundos coherentes en sí mismos que representan un error de la totalidad y una afirmación de la certeza en su particularidad.

La perversión entendida como compulsión no productiva no pretende trascenderse ni satisfacerse, se concentra en el goce conciente por carecer de un fin externo, la perversión es la anulación del otro, del mundo como carencia, es la anulación del displacer por la expansión total de los límites.

El delirio representa un papel fundamental, la representación es imposible por definición en tanto que la totalidad jamás será igual a ninguna de las partes expresables. Todo lo pronunciable de esta totalidad será necesariamente un error y una certeza, una dualidad. Entonces el delirio consiste en la polarización de esa relación de no necesariedad inherente a lo expresado, es abandonar lo dual y profundizar en la inciertidumbre contenida en toda expresión.

Lo tangencial es intrascendente al todo, es parte de su límite pero no carga con la pretención de representar ni ponerse en lugar de, no se constituye nunca en significado ni acepta ser significante alguno. Lo tangencial se relaciona con la plenitud del goce perverso mediante el delirio, se desprende como un detalle intrascendente, como una posibilidad imposible carente de toda coherencia. En lo perverso se realiza lo incierto como potencialmente absoluto por su capacidad de silencio. Se supera la necesidad de comunicacion, ya no se habla ni se es hablado, lo tangencial presenta a la historia desde su no ser esa historia.

El error es la pertinencia a la hora de hablar. Toda expresión en su intrínseca pretensión de trascendencia produce, con su expectativa comunicacional, una ruptura de lo inmanente, toda perversión es absoluta en su inmediatez no comunicativa.

Entonces el delirio nos devuelve la posibilidad de pronunciar. La incapacidad de recuperar el absoluto a través del lenguaje nos obliga a hablar tangencialmente, nos obliga a decir solamente aquello que está en los límites de lo posible, sólo aquello que es intrascendente es tangencial. El error es la costra de la tangente, el delirio es la posibilidad de lo intrascendente y la perversión es la fuerza de dislocación que impide la congruencia.

La tangencialidad como método de escritura tiene como consecuencia especifica la formulación de una necesaria muerte de la historia como continuidad comunicativa.

La multidimencionalidad de formatos, personajes, historias y lenguajes intercalados delirantemente nos plantea la necesaria existencia de la historia como imposibilidad en tanto unicidad literaria.

La historia recupera la realidad absoluta en su inconmensurabilidad.

Lo delirante obtiene de esta perpetua distancia una carga trágica inmanente en la exhibición del lector como un constante y mecanizado inventor de coherencias. Se evidencia la construcción significativa presente en todo acto de lectura textual.

Lo exhibido es la farsa frente a la muerte de la historia, es la incapacidad de aceptar que aquello que se representa es inaccesible.

La escritura tangencial es el error hecho literatura, nos plantea expresiones intrascendentes de una historia que se transforma en absoluta por su perpetuo delirio y su consecuente escape a lo imposible.

En busca de un tiempo perdido

Aquel niño espera en su habitación el sonido de los pasos que anuncien a su madre. En su espera devora con esperanza los silencios y las sombras de un límite inamovible. Sabe que aquello que tanto ansía carga con el máximo de los placeres y el mayor de todos los miedos. Evitar la intensidad sería quedarse en la cama, territorio neutro y preestablecido, que lo guarda de todas las incertidumbres. Pero también sería una renuncia, la cama y la victoria de todos los miedos.

Antes de subir por la escalera la madre y el padre enuncian una insinuación. La ausencia del sueño y la posibilidad de los cuerpos, ese esperarse desnudos que invita una comunicación desde la piel, desde el placer que se encuentra atrás de aquellas distancias. Y es en esta invitación a suponer el sexo en donde lo siguiente se disloca. Aquella imagen del miedo que brotaba desde la cama, aquel pasillo que sólo podía depararle una sanción terrible se convirtió en aquello mismo, pero de una manera tan terminante que él siquiera pudo verlo.

El niño y la madre comparten ese miedo al padre, a esa sanción que llegará. La madre rompe los códigos que le permiten comunicarse con su hijo y le habla, declarando que tiene que irse antes que su padre lo vea. Ella comparte su miedo.

La sombra de la bujía que sube por la escalera. El niño que se niega a ir a su habitación, la madre que sabe que lo peor va a pasar. Es muy interesante ver como, aunque los problemas y el lugar literario desde el cual toda esta tensión es presentada se construyen desde la ficción de un niño, el lenguaje, los pliegos y los temas pertenecen al narrador. Él es quien escribe invadiendo a su personaje, dotándolo de esa capacidad de superar todos los límites. Pero quien escribe no puede evitar recuperar su propio mirar, su propia imposibilidad, entonces aquello es proyectado en sus personajes. Es así como ese acto del narrador de invadir al personaje con su lenguaje se revierte en forma circular e invade a quien escribe con los límites del niño. Por eso el análisis jamás alcanzará la escalera, porque aunque el narrador lo sepa el niño que él es cuando escribe no puede saberlo. Esta es la circunstancia que determina esta pequeña tragedia. Una tensión planteada que, por las características que posee el contexto de su presentación, aparece inevitable. De hecho, la peste con la que carga es invisible.

Entonces desde el hijo queda inaccesible la situación anterior, aquello que no se le permitió conocer por edad, por distancia geográfica, por pudor. Pero ese futuro encuentro con la desnudez marital si se le presenta al lector. Y es presentado para sanear la culpa, para mostrar lo que no puede ser aceptado. Aquel silencio que condiciona todo lo demás, un recuerdo hecho inmortal.

El padre se niega a la madre y la insulta entregándola al hijo. El encuentro sexual que iban a tener es vivido por ella con tanta ansiedad como el hijo cuando espera el beso de su madre, entonces la sanción que el hijo suponía merecía existe, pero no desde el padre, sino que éste lo condena a través de la madre. El terror que ella tiene, aquello que la impulsa a romper con su rígida disciplina de silencio, no es el resultado de su intención por cuidar la integridad del hijo, sino que el objeto a cuidar es su propia integridad, su goce. Cuando el padre los encuentra juntos se encuentra con la traición de los dos. Al hijo por estar en el pasillo y la madre por no estar en la cama. Como castigo le cede el premio a su competidor, a su propio hijo, y así sitúa invisible un insulto tremendo que nadie puede ver. Este acto evidencia lo implícito entre madre e hijo, lo no puede ser aceptado. El niño, en su supuesta ingenuidad, acepta aquello que más lo destruye, acepta la degradación del ser que más ama. Su amor insultó a su madre. Y eso ella no se lo podrá perdonar. El queda destruido en aquella situación que presumía inimaginable e inalcanzablemente maravillosa.

Entonces, y como desenlace, el niño disfruta. Ya que tanto amas a tu madre insúltala y goza de ello. Y queda convertido en un miserable sin saberlo o merecerlo. Derrotado el niño analiza al padre. Y cree que todo esto que ha pasado, este predecible castigo letal y su súbito reemplazo por un supuesto premio impensable, se debe a que “…el comportamiento de mi padre con migo conserva algo de aquel carácter de cosa arbitraria e inmerecida que lo distinguía y que derivaba de que su conducta obedecía más bien a circunstancias fortuitas que a un plan premeditado.” Es así como el niño cierra el círculo e invade al escritor. Esa invitación a suponer en los hechos un suceso de actos fortuitos es el resultado de la falta de un padre escondida en un límite que no puede ser reconocido por la invasión del niño al lenguaje. Entonces esta mutua invasión nace del escritor a su personaje y se realiza desde su personaje al escritor; esto termina creando una situación que abre una historia. Crea una incertidumbre que permite la posibilidad de un devenir no fijado. Crea la posibilidad de un padecimiento que desgarra y escapa. Sobre todo permite al escrito hacer hablar a la historia.

La máquina de escribir


La dislocación debe ser total y para eso es necesario ir más allá de la hoja, es necesario invadir el ámbito fenomenológico y producir un error en la producción de la letra como signo.

En algunas de las calles que no tienen nombre por la amplitud del olvido existen puestos atendidos por legionarios erroristas. Estos entes superiores se dedican a revender lo fabricado atentando contra la producción de objetos nuevos poniendo en circulación cosas usadas que no funcionan.

La refuncionalización de los objetos los libera de su cárcel conceptual al no comprenderlos por la función mentada por el productor sino por otras de sus potencias tales como la antigüedad o la belleza o la dulzura de su color.

Lo principal sería, o no, conseguir una maquina de escribir celeste que escriba letras por la mitad. De esta manera todo lo escrito será inaccesible y por ende perfecto.

Las mitades faltantes flotarán etéreas por los vientos y llevarán mensajes a los sordos, pretendiéndose completas en sus carencias e invitando a las orejas a dejarse acariciar por los terciopelos del error.

Esbelto


La tarde estaba bastante nublada, buscaban las formas de sueños en soles que murieron tristes. El olor de las hojas evitaba que cayeran de los árboles por esos miedos que se notan en las estrías, marcas que da la vida en la piel que se estira al compás de un llanto desconsolado. Todo y eso y doña Marta que a pesar de la inminente lluvia se empecinaba en limpiar la calle pronta a inundarse de bolsitas de coto con migas de pan lactal rodaja fina (siempre de salvado, la gente cuida la salud más que el viento por estos problemas nuevos de los cólicos y las tiroides, enemigas desde siempre aunque recientemente complotadas contra el buen vivir). No pude eludir el necesario comentario de "por que limpia Marta si la lluvia limpia gratis" a lo que doña Marta respondió con igual determinismo una frase tan hecha como la nariz de la tía Agustina (vieja a los treinta y cinco por sus deudas de juego), y doña Marta dijo "no limpia quien limpia bien sino quien usa trapos amarillos y escobas de pajas gastadas". La sabiduría de esta señora me obligó a guardarme cualquier comentario sobre la tía Agustina.

Diez cuadras y lo de tito, feliz tito, yo tito, tito y el mate, tito vino y mate te parece, tito que mi digestión, no tito no podés hacer eso, y tres veces seguidas vos sos un astro tito, y fui para su casa volviendo a la mia.

En el camino me puse a dar cuenta del mensaje que las nubes se estaban quejando por ese tratado tácito de hacerlas encajar. Viven desesperadas por ser escuchadas, casi sentí claustrofobia al verlas tan gordas. Me dijeron que no eran bellas, que sólo las veía lindas por sus contornos de algodón que dibujaban, pero solo se ve lo que ya existé, lo único que hacian con ellas es decir a que se parecen, y ellas que no tienen forma y no entienden esa manía de explicarte que ahí hay un pato. Me di cuenta de la redondez de una ventana y volví a encerrarlas en su juego de mudo ciego.

Eran lindas, o había algo lindo que ellas me hacían recordar, y todas esas son cosas que la calle no te enseña. Sólo en la fría oscuridad de un cuarto con media luz se podría descifrar.

A todo esto la quiosquera solucionó el problema. Doña Luisa me dijo no tengo, come un poco, y yo me di cuenta que entre la nube y la señora que barren la calle podrían dar lecciones a tantos que creen saber de todo y saben solo de verduras.

La cuestión es simple. Un ritmo lastima los pulsos. Una mano que acerca una caricia. Una certeza que marca una noche y el frío en los pies. Sabía que por su menor resistencia al calor me ofrecerían un beso en la frente. Pero ya no puedo.

Llegué a lo de tito, y tito me dijo, el vaso lleno es más delgado, yo no pude contestarle como se merecía, había damas presentes. Pero me hubiese gustado explicarle que fue muy necesario llegar tarde, ahora era un poco más viejo, que importaba si el vaso o la nuez, se saca y se pone, pero la tristeza que las cuadras le ofrecen a alguien bien prestado a sentir con los pies. Compensan ampliamente unos treinta y siete minutos de espera. Pero no era el momento para explicarlo, ahora había damas presentes.

La posibilidad de lo imposible


Sobre la política

El primero lo increpa, le dice que tiene principios, que no se crea.

El segundo le dice que eso no es una novedad. Todos tienen principios.

El primero frunce el seño y las axilas.

El segundo se expande hasta reventar.

En un círculo el principio puede ser cualquiera, solamente hay que tomar una decisión y marcar un comienzo, los principios son decisiones, no existen como verdades ontológicas.

Todos tenemos principios, sólo que algunos creen que los suyos tienen algo así como validez y otros creemos que todos son válidos porque son propios, se pretenecen. La decisión descubre el principio, el error lo transforma en certeza al negarle su universalización y presentarlo como tangente, una más entre las infinitas posibilidades intrascendentes. Todo ente necesita creer que los otros entes, en tanto diferentes, poseen menos validez para reafirmar su propia unicidad y justificar su propia posición. Todos compiten por imponer una verdad única y propia, de esa forma el otro es siempre menos, y el uno siempre más. La jerarquización necesaria aparece por la carencia ontológica de todas las decisiones. Si en lugar de pretender algo que no existe se afirma mediante el error el poder aparece, como mínimo, innecesario.

¿Por qué peleamos por ser esclavos y no por ser libres? Porque le tenemos miedo a la libertad, es más fácil tomar las verdades ya digeridas que masticarlas. Entonces el error es la caída de todas las verdades y la necesariedad de una nueva ontología de los principios.

En lucha a muerte contra todo lo existente.

La sociedad es hija del miedo a la muerte, somos sujetos en tanto capacidad de cultura, en tanto sociedad, ese fue el principio. Nos juntamos para trascendernos, para que alguien nos recuerde. Y así nació el lenguaje como forma de memoria. Nos obligamos a la esclavitud porque creemos que la sociedad nos recordará si somos obedientes, si hacemos todo como corresponde. En el fondo somos esclavos porque tenemos miedo a morir, porque no aceptamos nuestra intrascendencia. Somos esclavos de la maquina que nos cuida de las incertidumbres, somo esclavos del miedo.

Entonces el error permanente será el arma para la gran catástrofe, la que disloque el principio ordenador de todo lo que pretende trascender su inmanencia.

Ese maravilloso día ya no habrá sociedad a la que obedecer y todos serán libres, será su propia elección.

El castillo, ¿Qué pasó en el pasillo de los funcionarios?

Kafka no existe. Sus libros no fueron jamás leídos por persona alguna en la historia y su nombre no es más que un rumor. Digamos que es una ficción sobre un creador de ficciones. ¡Qué grande es el cinismo de este rumor! Pasé cuatro meses seguidos buscando algún amigo que me preste “El Castillo” sin éxito, tres meses más recorriendo las librerías de usados preguntando por un tal agrimensor, ocho años en bibliotecas y nada. Visité muchos funcionarios, leí muchos expedientes, en todos los casos se conocían sus obras, algunos hasta afirmaban haber visto algún libro en alguna oportunidad, pero el final se repetía una y otra vez, en los hechos Kafka es un murmullo en un pasillo.

En la plaza de almagro, la que queda sobre sarmiento, en la que varios coleccionistas de estereos trabajan por las tardes, jugué un partido de ajedrez con un viejito que no tenía pelo blanco ni barba. Ese hombre me contó una historia sobre un rumor. Me dijo que en uno de esos libros que se dice escribió existiría un agrimensor, un tal K. En la historia que el viejo me contó aparecían burocracias y distancias eternamente inaccesibles, absolutamente posibles pero siempre inalcanzadas. Una historia bellísima. Pero hubo un detalle que me llamó mucho la atención. Es la historia de un supuesto capitulo en el cual K se paseaba por un pasillo, buscando a un funcionario y, POR ERROR, se mete en la habitación de otro, no pertinente, intrascendente, igual a los demás, que le dijo algo realmente increíble.

Toda la historia transcurría mientras K se quedaba dormido y pensaba en su increíble cansancio, usando su tiempo en imaginarse derrotado o resignado, casi como dejándose caer a propósito en el único momento en el que debía estar despierto, en el único momento en el que tenía una oportunidad real de superar lo imposible y terminar con la historia como irrealidad.

En ese mientras tanto el funcionario le explica al durmiente agrimensor que la única posibilidad que tenía de llegar al castillo y ser escuchado era, precisamente, meterse POR ERROR en la habitación de un funcionario cualquiera, en medio de la noche y pedirle algo que aquel no pudiese ni tuviese que hacer. En ese caso aquel funcionario no podría atribuirse las facultades para resolver el problema, pero tampoco podría verificar la existencia de alguien realmente competente. Entonces, merced de la contradicción, tendría la obligación de hacer lo que no corresponde e ir más allá de sus obligaciones y solucionar un problema que debería quedar, por su intrascendencia, olvidado en el cajón del más inferior de todos los funcionarios del castillo.

Ustedes me dirán que eso no puede ser, pero así me lo contaron. Ese supuesto capítulo quedaba casi al final, después de un libro entero como suplicio, y el pobre K, encerrado en perseguir un castillo al que no tenía que llegar nunca, empecinado en el ERROR, en lugar de aprovechar esa única e irrepetible oportunidad se queda dormido. Parece increíble, pero así me lo contaron. Como dijo Sade, la condición para la optimización es el derroche.

El amor como desencuentro


La distancia entre dos estaciones de subte es un cuento. Las puertas se abren y en uno de los asientos aparece una mujer con pestañas, un presentimiento sobre lo efímero.

Sentarme a un costado en silencio y sacar el libro sin mirarla fue solo un movimiento. La lectura fue en vos baja, perdida entre el murmullo de un subte y una pequeña ventana por la que se pueden mirar las vías de lo que ya fue recorrido.

El cuento fue sobre almas que vuelven a este mundo para dejarnos silencios sobre culpas sin pagar y remordimientos por los temores que no pudimos llorar.

Su mirada la imaginaba clavada en las hojas que leía, riendo por las partes que cambiaba, olvidando las estaciones que pasaban y dejándose llevar a ese recuerdo que era como el mío, sobre algo que no fue, sobre un beso en el cuello y ese sabor a durazno.

Cuando el cuento terminó el subte se sintió triste y frenó. Yo me tenía que bajar, ella tenia que recordar. En las escaleras existen sólo los sonidos que la gente le regala al vacío. Un día un tipo me dijo que la ciudad tenía su armonía, que podía escucharse la música de la anarquía en los sonidos desordenados de los pasos y las bocinas de los autos. Pero en esa escalera escuche otra cosa, era solamente un murmullo, eran los pasos de los suben y bajan con las miradas en el piso, cansados de hacer siempre lo mismo. No había música, sólo el murmullo de la repetición, una rutina. Subir y bajar. Ir y venir.

Vivir es solo una costumbre para tantos. No me alcanzan los dedos.

En la calle el sol gigante se hizo gris y por todas esas cuadras llovió sin nubes. Imaginarme ese piso, con tantas suelas que cuentan historias sobre caminos y chicles y cordones me hizo viajar al desencuentro. A esas historias que flotan entre lo espeso del olvido, escapando de los ojos, espiando a la imaginación de un niño que se asustó por una nariz.

Lo que más extrañó de vos es tu incomodidad. Un día te miré en la cama, en silencio y vos no querías hablarme. Me acuerdo que bajabas la pera esquivándome.

Sin avisarme, haciéndome sonreír muchos meses después a la salida de un subte, me sacaste la lengua. Solo un poquito, una burla inocente, un gesto precioso para romper con las distancias, para decirme que vos también compartías mi silencio.

Eso es lo que mas extraño, eso y todo lo demás.

Definiciónes indefinibles


El estudio de la esencia es la perpetua distancia que nos impide conceptuar eso que noes pronunciable. Todo aquello que podamos pensar, imaginar, intuir, lavar o pintar como medida de lo inaccesible será intrínsecamente erróneo. Puede pasar que la metafísica entera sea una tendencia al error, pero insertarnos en esa pretensión es alejarnos de la mimesis con lo equivocado. El error permanente es una práctica metafísica. El resultado puede tener lunares.

La esfinge sin secreto

Sobre un cuento de Oscar Wilde

Obsesivo en la persecución.

Una mujer que no muestra lo que esconde.

Así empieza y así termina.

El encierro y la evidencia de lo inaccesible.

Hay personas que viven de su angustia, comen y beben de ella, fuera de ese mundo irreal todo es un color azul en una tarde ocre. Cuando la intriga se confabula en perseguir a aquellos que aparecen como portadores de una llave a los miedos intraducibles esa mágica complejidad transforma los zapatos en la miseria de alguien que no inventa, sino que es un vacío en su imposibilidad de comunicarse.

La costumbre y normalización de los miedos es una invitación a abandonar la soledad, a sabernos acompañados en la miseria. Pero la soledad es un principio. La esfinge no tenía misterio, sino un error. Era incapaz de dejarlo pasar. Así lo deseaba, poro no podía. Se puede entregar todo, menos la soledad que fermenta y pudre unos ojos que miran fuera de foco.

La mujer muere y el departamento se abre a lo inexplicable. No había visitas, hábitos o habitantes, lo extraordinario no estaba en eso que quería ser encontrado. El secreto no puede ser revelado, todo intento terminaría en reducir la intensidad a una palabra siempre flaca, a un dibujo siempre desteñido o a una música varias veces sin nostalgia.

Atentado a la velocidad


La velocidad es la esperanza proyectada en el apuro, es la mentira que nos convence de una supuesta capacidad de llegar, alguna vez, a algún lado. En la rapidez se encuentra escondida la ansiedad de quienes sufren por haber sido engañados. El error es la lentitud. El atentado permanente es la impuntualidad.

En un solo bolso le entraron las dos remeras, un par de zapatos por las dudas, medias y las herramientas. El viaje era específico. Tenía que conseguir buena madera. No era solamente el hecho de cortarla con sus manos, más que otra cosa estaba el árbol. Había que mirarlo y preguntarle. Hacerlo cómplice y amigo.

Ocho horas de viaje, tres horas recorriendo bosques a los costados de muchas rutas, peleas varias cuando no lo dejaban pasar y muchos cigarrillos pasaron como secuencias de una travesía contra el horizonte.

El árbol lo llamó con una de sus ramas. Se movía de adelante para atrás, haciendo un gesto que el quiso interpretar como un “vení, te estuve esperando”. Lo acarició, le puso un nombre y varios hachazos. Las maderas fueron al baúl y después al taller.

Los vecinos, entre ellos la Sra. de la papada que vive en la casa de puerta arrugada, lo tenían en muy mala estima por ese secreto que contó lo señora del almacén. Esa historia poco creíble que se escapó sobre el gato que le había desaparecido y el posterior e inmediato olor un poco raro que salió de su parrilla. Pero no era solo eso. Una temporada completa aparecieron montones de pelos desparramados en la puerta de su casa y en cada vez el pelo de su cabeza un poco más corto. Pero lo de las madera superó todos los límites.

En cuanto tuvo todos los elementos se dedicó a recorrer todo el pueblo comentando su nueva empresa. Lo decía con orgullo, casi como un chisme. No le importaba el interés del vecino, a todos les tocaba el timbre y les contaba. Algunos lo atendían desde las ventanas, otros se rieron y la mayoría prendió velas a los santos.

Creo que tardó unos cinco años hasta que por fin terminó de construir el ataúd. Pulido y hermoso, brillaba tanto que parecía un mueble de alguna antigua realeza europea. Noruega preferentemente. Lo acomodó esa misma tarde. Fue en el medio de la plaza. Ese fue el día del discurso.

Todo fue a los gritos, con el flequillo soportando las envestidas de la efusividad y los dedos que se apretaban y se estiraban para separarse.

Lo contempló con cariño. Le pasaba su mano izquierda para acariciarlo, dio dos vueltas enteras recorriendo ese borde tan bello que le costó siete lijas de las caras. Se arrodilló y lo besó. El público, invitado por la invasión a un espacio vecinal, se asomó a cumplir con su curiosidad. Cuando levantó la tapa y se metió adentro del ataúd, por unos segundos, se suspendieron todos los alientos, se tragaron cuatro litros y medio de saliva y nueve manos de señoras apretaron los hombros de sus viejos maridos. En el mientras tanto, bailando entre los silencio(S), incontables peras marcaron la ubicación denunciantes, las cejas se fruncieron y los labios inferiores ascendieron para marcar la curva de la desconcertación en la boca.

La tapa se abrió muy despacio, sin hacer ruido, con un suspenso de hoja cansada para llegar al piso en un otoño de poca lluvia. Primero sacó la pierna izquierda.

No me miren así. Y de otra forma tampoco. En este bendito cofre de madera yace un cadáver. No es el mío sino el de la velocidad. Tanto he tardado en matar la aceleración de los movimientos que ahora soy señor de la lentitud. Con mis suspiros contagio paciencia a los futuros y hasta la muerte será un poco impuntual con migo. Según los cálculos de los duendes viviré hasta el día en que un lago sea levantado desde su orilla por un niño o por una cabra de barbas enruladas. No me tengan envidia. Tardaría mucho en devolverles la indiferencia que se merecen.

Así fue lo dicho. El último suceso rápido que existió desde ese día fue la noble aceptación de la realidad que, obediente a la palabra de un delirante, inmediatamente apagó los apuros de las noches y la luz. Así fue como la muerte de la velocidad hizo todo un poco más lento. Todos los calendarios fueron quemados y las pilas se enojaron con los relojes. El caracol guardó su ataúd en el sótano y se sentó a fumar una pipa que le duro veinte años.

Física, la inercia en los errores.


Las leyes son la sedimentación de una costumbre, las costumbres una mecanización de la obediencia, la obediencia la miserable predilección a elegir la inercia.

Lo más insoportable de todo es ver como el cuerpo sufre las consecuencias. Las plantas de mis pies están destruidas. Años y años de sufrimiento construyeron costras de pieles muertas repletas de finas fisuras y surcos puntiagudos. Es un calor insoportable que se siente a la altura del estomago, es un calambre abdominal que nace desde la terminación de la ingle dominando la zona periférica al ombligo. Pero sobre todo es la humedad, es ese interminable sufrimiento en gotas de transpiración, es verme entristecido por estar amputado. Toda lágrima es un peso de pansa redonda que se cae para hacernos más livianos.


Pero hay una esperanza en un zumbido que aparece todas las noches impares a la hora en la que la primera estrella del cielo nace apareciendo a un costado de las delicadas ramas del Palam Palam que crece en la terraza. Voces muertas hablan juntas y no puedo entenderlas, me gritan, me retan, me dicen que tengo que dejar esta adicción insoportable. Me explican pero no PUEDO entender.

Esta noche tengo todo arreglado para poder escuchar. Dispuse de una cómoda palangana rellena de plumas de ganso para sentarme. El cielo está muy despejado y la noche es impar de un mes impar. Para evitar que los sonidos se amontonen desprolijamente en mi oído tengo un hermoso embudo, un poco oxidado, de bordes anchos, delicadamente embadurnado con aceite de oliva para que cada palabra imaginada se deslice suavemente en un orden rítmico determinado por el roce del viento en las ramas del árbol.

¡Que instrucciones maravillosas! ¡Que simples! Cuanta bondad existe en los vientos, en las palanganas, en las plumas de los gansos, que maravilloso es el Palam Palam…

Pero la ansiedad se transformó en desesperación, se hizo insoportable, era mucho el calor, lo tiraba al piso invitándolo a retorcerse. Impulsivamente tomó un lápiz y anotó meticulosamente todas las instrucciones, detalle por detalle, paso por paso. Los gráficos son infaltables, la caligrafía es elegante y estilizada. No crean que no, anotó todo. Pero no pudo contener el llanto, es el calor que da miedo, el calor y los calambres.

Fue en ese momento que empezó a llover. Los truenos iluminaban la casa oscura, los ruidos rompían los silencios espesos. En uno de los rincones, cansado por las gotas continuadas que se burlaban desde la ventana, estaba un hombre de algunos años, con marcadas ojeras en la cara y el rostro pálido. Acurrucado. La lluvia y el viento entraron en la casa por la ventana, revolvieron todo el lugar haciendo que la hoja flote y salga volando. Nunca más la volvió a ver. Entre risas macabras las voces mudas de la estrella que nace atrás de las ramas del Palam Palam se divertían a costas de la miseria humana.

Pasaron los siglos y la hoja con aquellas instrucciones se llenó de polvo en un rincón. Un día de lluvia, muchos años atrás, alguien la encontró en el piso y se rió. Pero igual la guardó en algún viejo mueble, en ese último cajón, abajo de esos papeles que guardan números y letras. Pasaron las mudanzas y los años, pero la hoja sobrevivió.

Un día, uno igual a cualquier otro, a la hora en la que las estrellas cantan, un chico de unos ocho años miró asombrado unos papeles viejos que su abuela tenía en la biblioteca. Divertido por los dibujos empezó a leer las extrañas palabras del panfleto desprolijo y gastado por el tiempo.

Instrucciones para dejar la adicción a la gravedad.

¿Los pieses te pesan? Tu ombligo es una puerta, en su interior tenés un fuego que calienta el aire de tu cabeza.

Es necesario que te sientes en una palangana repleta de plumas de ganso (son muy livianas y sirven para acostumbrarse a la sensación de flotar).

Vas a sentir un calambre en la panza, ese es tu despertador. Lo primero que tenés que hacer es ver que tu cuerpo no termina en los límites que ves. Sos una pelota que brilla por el calor del mechero de tu ombligo. Cuando puedas verte redondo masajea las uñas de las burros y dejá que se caliente todo el aire contenido en la cabeza, quemando desde las palabras hasta el tiempo.

Cuando logres eso vas a estar curado, vas a ser un hermoso globo aerostático, con colores azules y verdes, con lunares blancos y estrellas que no se ven.

No tengas miedo, ya no tenés opción, tenés que volar.

Nunca nadie volvió a ver a aquel chico, lo buscaron desesperados sus familiares y amigos, pero nunca apareció. Sus más cercanos decían que la tierra se lo había tragado.

Cuando por las noches sale la primera estrella a cantar sus canciones inescuchables dicen que hay un niño que se pasea por las calles de la ciudad flotando. A simple vista parece un chico normal, pero los que se fijan en sus pies pueden notar que no están apoyados en el piso.

Dicen que una vez una mujer lo vio flotando y se asustó. A los gritos le dijo que era un demonio.

Según los susurros de la noche aquel niño le contestó que no era un demonio.

Era un globo aerostático.

El error, la catástrofe y los rinocerontes.


¿Cuántos cuernos tiene Ionesco?

Los unos se peleaban con los otros. Discutían lógicamente. Pero del problema de la cantidad se pasó al problema del contagio. Corre como con zancos. Se expande hasta entre los que no creían que existía. Ataca y transforma la piel haciéndola gruesa. Lo importante no está en el tamaño. Lo importante, de hecho, salió y dijo que volvía en quince minutos. Pero también esta lo otro. Eso podemos dejarlo ahí. En ese rincón. Para después sorprendernos cuando lo encontramos.



LA HUMANIDAD ENTERA CONVERTIDA EN RINOCERONTES, los que estaban a favor ya tienen cuatro patas, los que estaban en contra no fueron convencidos pero también se unieron a la horda de animales. La protesta es muy sencilla, no hay protesta. Nadie discute algo en particular, pero claramente están en desacuerdo. No hay motivos para continuar con todo este absurdo. Entonces seamos rinocerontes.

Pero después de la literatura queda ese sabor amargo y dulce en la nariz. Nadie puede contestar a esa pregunta, la pregunta, de hecho, no existe. Pero el escenario de contagio nos muestra un dibujo sin manos ni pies sobre una idea maravillosa. El conjurador.

Esta capacidad de transformar lo que existe no es un liquido color violeta que alguien tiró en el agua. Tampoco es una metamorfosis masiva por angustia o protesta. Es muy difícil interpretar o explicar a Ionesco. De hecho, todo lo que no sea reírse es muy difícil con Ionesco. Pero voy a ser atrevido. Sus personajes se EQUIVOCAN.

Casi por error se hacen rinocerontes. Cuando se dan cuenta ya es imposible detenerlos. Todos se equivocan. El error se expande y lo que queda es una catástrofe gigantesca. Ya no queda sociedad. Ya no queda la posibilidad de hablar. Ya nada queda. Siquiera alguien para recordar lo que tenía que quedar.

Atado a los atados

Ayer voy a contarles la historia del fumador. Era sin parar, un cigarrillo atrás del otro y en algunas oportunidades dos al mismo tiempo. Uno esperaba durmiendo en el cenicero mirando ignorar el abandono. Mientras se consumía produciendo humo y cenizas el fumador sacaba otro igual, de la misma caja pero nuevo. Explico esto para que entiendan que la compulsión esta más allá del vicio y la dependencia. Mi fumador no era un adicto al tabaco y a la nicotina y a lo que fuera. Era sencillo, no quería evitarlo. Inmediatamente sacaba su cajita y mostraba otro, lo prendía para volver a apoyarlo en el cenicero, al lado del que todavía estaba prendido. La necesidad no era de tener un cigarrillo en la mano, también lo que no era importante era prenderlo. Fumaba en serie y sin descanso.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto al fumador. Seguramente se había atenuado el asco que me hacía sentir en los dientes pero la primer intención fue violenta. Puso sobre la mesa dos atados de veinte en marcas disidentes. El primer atado no lo recuerdo, muy barato, desencajado en los rincones y casi vacío. La otra marca podría pronunciarse, pero es innecesario. Mientras me sonreía y saludaba apagó el que tenía en la boca, dos dedos y la presión contra el fondo, el cenicero no pudo conmoverse. Mirándome fijo a las cejas trató de contarme el motivo del encuentro, era la luz que cruzaba el humo de la ansiedad en combustión y que tengo un problema che, estoy al borde de un descubrimiento, pero tengo un problema y necesito tu ayuda. Me lo dijo mientras construía una punta y la otra de un puente destruyendo una servilleta.

Terminó de comunicarme su desesperación para volver a prenderse un cigarrillo, fue de la caja barata, le quedaban cuatro de esos, la otra estaba cerrada.

La cuestión era casi la siguiente, hacía un año y medio que había empezado a fumar realmente mucho, casi constantemente. Las cantidades se habían salido de control sin que se pudiese hacer mucho o poco al respecto. Primero fue una caja entera, sólo veinte por día. Pero eso dejó de alcanzar, en cuanto se empieza con la segunda las sábanas no quieren estar limpias. El que dice que fuma treinta por día miente, seguramente esta casi por los cuarenta. Los límites que pueden imponerse son siempre vidriosos, son trasparentes, dejan verse como débiles en cuanto aparecen. Sin dudarlo empezó con la tercer caja diaria. Y este fue uno de los principios por lo que continuó el problema, sesenta cigarrillos por día no se los fuma cualquiera. Estoy hablando del tiempo físi0co que representan, por lo menos en mi caso, me contaba, es sumamente necesario dormir doce horas por día, es lo mínimo que un organismo itinerante necesita para funcionar.

Hay que hacer las cuentas. En las otras doce horas que estás despierto tendrías que fumarte un cigarrillo cada doce minutos, no cabe ni un respiro. Hasta el acto de cojer implica una pérdida de tiempo que deberá ser resarcida abreviando los espacios entre cigarrillos.

Obviamente el fumador continuó con su relato enumerado desde el borde de la bandeja del mozo que servía un solo café. Mas que sus palabras era su aliento, en sus zapatillas podía verse su decadencia, molestaban los botones que no estaban y, lo más sorprendente, contaba todo esto sin tener vergüenza de sí mismo. Solamente a través de su relato pude entender porque.

El fumador me dijo que llegó a fumarse seis cajas por día hasta encontrarse con la curva del problema. A esas alturas ya no tenía tiempo físico para terminarlas. Los ritmos imponían diez cigarros en una hora, pero en el banco no te dejan, cuando te bañas se moja y así, entre todas esas cosas que se supone son importantes, entre los incontables “contratiempos” cotidianos, su vida se balanceaba entre su obligación moral hacia el tabaco o la resignación.

La medida fue drástica, había que dormir menos. En ese momento entendió porque el cigarrillo perjudica a la salud, ahora tendría que dormir solamente diez horas por día.

Pero ese no era el problema me decía, esperá que ya llegamos a la parte con ventanas y antenas. Sin mayores esperanzas ni menores desgracias yo presenciaba la continuidad del fumar y las arritmias de su historia. No podía evitar pensar que tuvo que tomarse un taxi y que no había podido fumar adentro, se habría perdido como una hora y estaba recuperando el sabor perdido. Jugando una carrera contra el derroche estaba constantemente con la vida en la mano.

A estas alturas de la conversación estaba por la mitad del segundo atado, sacó un cigarro más y miró adentro de la caja. La vio medio vacía para ponerse un poco alegre, tuvo que sacar una caja tercera de otra marca diferente. La dejó arriba de la mesa cerrada. Eran cigarrillos mentolados.

Como te iba diciendo, la cantidad de cigarrillos no dejaba de aumentar y cada vez tenía que dormir menos. Llegué a comprar doce cajas por día. No dormí por un mes entero, no comía, no me bañaba, no iba a trabajar, no estaba en lugares donde no podía fumar, prácticamente me quedaba en casa fumando todo el día. Cuando por algún motivo tenía que hacer alguna otra cosa ponía todas mis energías en hacerlas rápido, minimizaba los tiempo muertos con la esperanza puesta en esos cigarrillos que iba a tener que fumar apurado, por la fe en la constancia. Esos eran los más ricos.

La decadencia del problema fue práctica. El dinero se terminaba, el gas es fundamental, había que pagar la cuenta corriente del velador que usaba para leer y para poder prender la heladera. Los acontecimientos se imponen como costumbre, me decía prendiéndose el primer mentolado. En ese momento interrumpí su relato por la abrumadora carencia de novedades, esta historia yo ya la conocía, habíamos tenido largas discusiones sobre el asunto. Inconsistente con la prudencia el accidente ocurrió desprolijo, se me cayó, se fue por los sonidos y se apareció en forma de pregunta, ¿Para qué me llamaste? En ese momento apagó el cigarrillo y me miró. Yo esperaba que se prenda otro, esperaba que pase lo que pasa siempre, esperaba que mi experiencia se repita y compruebe. Pero no. No se prendió un cigarrillo. Habrá sufrido lo indecible para sostener esa mirada con los dedos desnudos.

El fumador habló con una cara que no le conocía. Pensó la posibilidad de dejar de fumar, me contó que había descubierto que todos tenemos variedades extensísimas de obligaciones. Eso fue en realidad lo que desató la terraza del problema.

Sin cigarrillos no podía mantenerse en pie, despertar y fumar eran una sola cosa, y la epidermis es muy difícil de engañar. En cuanto lo dejé no volví a abrir los ojos. Pasé a dormir catorce horas por día y el resto sólo andaba, trabajaba, comía y otra vez a dormir. Eso no es vida.

En cualquier caso al costado de un árbol no tenía ganas, había podido estar un mes entero sin dormir y ahora no podía estar un día despierto, era horrible. Me contó que para venir hasta acá a contarme esta historia sobre patos y naranjas se había comprado muchos atados, que la única forma que tenía de hacer yogurt de arroz era fumando y así y todo recuperaba su color, sus pies mandaban sobre dedos contorciones y calambres, los colores tibios de la tarde se mostraban felices de andar por esos lugares, y eso, en latitudes virtuales, es imposible. Hacer implica la tortura de saberse capaz de algo hermoso y la pena de su necesaria dosificación.

Por segunda vez lo interrumpí, la pregunta fue otra vez sobre un para que. Uno de esos momentos perdidos por los libros de geografía se dibujó en sus ojos haciendo que se pongan vidriosos. Tomó una caja y se prendió otro cigarro, un mentolado de aroma fuerte, tengo que pedirte algo concluyó.

Necesito que me prestés una cantidad suficiente de dinero como para poder estar tres meses más sin trabajar.

Espero sepas entenderlo, pero no puedo traicionarme, sin fumar soy como algo que no reconozco, solamente duermo. En cambio cuando fumo siento la vida que vuelve de una noche cortada con cicatrices en las puntas de los dedos, las venas circulan por la sangre, ese momento me pertenece y permite que esfuerce las líneas de algún marco sin madera. No es mucho me dijo y se miró las manos.

Dibujó un número en un papel. Era irrisorio, yo no tenía esa plata. Entonces le pedí un cigarrillo, me convidó sin pulso. Fue el primero que podía fumar en su presencia, verlo fumar siempre me había dado asco de mi, me hacía tener asco de fumar.

Esa vez me lo permití. Lamentablemente no tenía esa plata, se la hubiese prestado de muy buena gana, pero no la tenía.

Fantasía


Es una sensación sumamente cerrada. La amplitud de la percepción se somete a la estrechez conceptual. El problema es simplemente una incapacidad estructural de traducción. Frente al arte se plantea exactamente el mismo problema, pero el arte no puede alegar exclusividad, esto puede nacer de un té con leche si es el caso. Cuestión que me empeciné en vano en la tarea de intentar un ordenamiento de ideas que terminó en un rotundo fracaso. La percepción directa de la realidad se considera normalmente una superación de las categorías con las que uno conoce. Es ampliamente sabido que en tanto seres cognitivos, los mamíferos erguidos de dos patas con ojos al frente, lo hacemos por asociación. Vemos, olemos, gustamos, intuimos o presentimos. Nuestras experiencias son la percepción de la realidad. Pero para identificarlas o reconocerlas hacemos un esfuerzo que nos brota naturalmente, el esfuerzo se llama clasificación. Figúrense Ustedes, como en realidad pasa, frente a una percepción potencialmente infinita, pero de la que sólo podemos sacar provecho de una milésima parte de esas potencialidades experimetativas. De todo aquello que somos capaces de vivenciar nos contentamos con aquello que somos capaces de clasificar. De esa manera cuando vemos a una persona con tales o cuales características decimos sin ningún problema que es tal o cual cosa. Esa tan precisa e irreal calificación se debe a que hemos creado un muy complejo aren de conceptos utilizados orgiásticamente en el ejercicio diario de la comunicación. La disposición que hacemos del edificio conceptual es un juego un poco cínico que se realiza entre dos personas, a saber uno y uno mismo. Uno percibe, experimenta una expresión de la realidad, pero para poder comunicársela a uno mismo este le pone como prerrequisito la inconcebible condición de la codificación, es decir que especifique en que categoría cognitiva de las que uno mismo colecciona se puede encasillar la experiencia acontecida. Ante este inusual prerrequisito muchas veces uno responde con la velocidad e inteligencia que siempre lo han caracterizado y responde sin rodeos, esquizofrénico (uno debe también gran parte de su éxito a uno mismo, coleccionista incansable y gran curador de reliquias invaluables). Pero este ejercicio se repite cada vez con mayores exigencias, y uno y uno mismo van perdiendo gradualmente su voluntad de trabajo. De esta manera las limitadas categorías cognitivas aparecen siempre incapaces de contener la abrumadora cantidad de experiencias. Es por eso que uno y uno mismo han procurado una solución alarmante. Llegado una determinada cantidad de categorías toman de la realidad aquellas expresiones clasificables desechando el resto. También en algunos casos excepcionales optan por no desechar sino reencuadrar, que no es otra cosa que moldear la experiencia según la talla y forma de la categoría.

El individuo conoce por comparación, es decir clasifica. Con esto sostengo que las expresiones de la realidad son procesadas a través de las categorías cognitivas con las que el individuo en cuestión cuenta, por lo que al presenciar una experiencia inclasificable se la desecha o simplemente se la adapta al concepto más cercano. Imagínense la cantidad de expresiones que no pueden ser recuperadas de una experiencia extrema de percepción. Todo eso se pierde porque uno mismo no cuenta con los conceptos adecuados para encuadrar la infinita realidad.

Cuando uno se ve abordado sin previo aviso por una experiencia extraña, lo que sufre no es un colapso nervioso, ni una hipotermia, sino simplemente una situación que no se deja reencuadrar. Juro que quise reordenar mis ideas pero me fue imposible entender todo aquellos que había pasado, todo eso que sin lugar a dudas fue más real que cepillarse los dientes a la mañana, todo eso se expresaba en un lenguaje al que no podía acceder ni desde los rincones más alejados y remotos de las colecciones más selectas de uno mismo.

La cuestión es muy simple, nuestro lenguaje es mucho más pobre que el de la realidad.

Esta trágica situación se debe a la dispar naturaleza de ambas formas. Mientras que el lenguaje entiende, se comunica, transmite a partir de palabras construidas conceptualmente, histórica y socialmente, la realidad se expresa. Y esta expresión es potencialmente infinita. Para percibir la realidad debemos desprendernos de todos nuestros conceptos, de todas nuestras categorías, de todos nuestros uno y uno mismo, de todo nuestro ser. En ese momento en que no somos, en ese estado de noser es que tenemos al alcance de la mano las expresiones ricas en matices, gustos, olores, texturas, sonidos y dimensiones que es la realidad. Fuera de este noser el mundo vuelve a ser lineal y monótono. Triste.

Esta potencia de noser que se alberga dentro de cada ser, esta capacidad de negar la propia existencia anula nuestra identidad y nos hace pertenecer por completo a la realidad. Pero ese estado deja sobre nuestra existencia una resaca de contenido inconmensurable, de potencias infinitamente reales que son incapaces de recategorizarse a través del lenguaje. Las potencias del mundo pasan por nuestras mentes como resabios de fantasías, como mundos inexistentes, como ficciones literarias, pero la única ficción a la que tenemos acceso es a nuestra mítica realidad amputada. ¿Que pasa con ese camino de misterios que une nuestra existencia con ese noser en potencia que espera despertar?, ¿Que pasa con nuestro tierno mundo amputado cuando un mundo infinito se encuentra a la espera de un aprendizaje que ya se hizo esperar demasiado? La verdad no lo se.

Estuve un tiempo que desconozco encerrado, pude ver más allá del lenguaje, y ahora siento como me recorren expresiones a las que no puedo llegar por los límites de las palabras. La naturaleza misma de las expresiones de la realidad no mediada hace que aquello que ha sido percibido jamás pueda ser poseído, esa es una triste verdad, la realidad es muy suya, nos permite, solo a veces, jugar con ella, pero nunca nos permite que nos apropiemos de sus expresiones. Ellas permanecen siempre más allá del lenguaje, la realidad permanece eternamente imposible al lenguaje. La realidad jamás será enunciada. Ese es un juego imposible, la cuestión es determinar si también es necesario. Creo en que no lo es, pero no puedo encontrar la posibilidad de que esto ocurra.

La fantasía existe como expresión de lo real. Las formas que cobran los objetos es el resultado de la unión, de la comunión de un significante con su significado. La estrechez de la mirada ha complotado durante mucho tiempo generando un oscurantismo generalizado que ha perseguido por milenios el objetivo de regular y dominar esta relación. La vida de un significante es inmensamente rica en expresiones, en formas, en realidades, pero para que estas realidades del objeto se realicen es necesario un minúsculo ejercicio previo. El mismo consiste en tomar hilo y aguja, y dedal en mano, dedicarse a descoser todo lo atado y reatarlo a mil lugares nuevos, extraños quizás, diferentes seguro, nuevos por supuesto. Una vez atado el significante a nuevos hogares el mismo se sentirá muy a gusto con sus nuevas compañías y seguramente procederá a generar nuevas amistades y nuevos hogares que gustosos lo recibirán con los brazos abiertos, nuevos los brazos también. Con este simple procedimiento habremos realizado la fantasía y con ello construido una realidad que se precie de ser tal.

Si el objeto puede expresarse en muchas formas distintas (entre ciento cuarenta y cinco y un millón trescientas cuarenta y cinco mil seiscientas cuarenta y tres según la humedad ambiente del suelo que lo cobije) la negligencia de nuestra parte consiste en suponer que se puede prefijar un significado en el que el objeto se sienta más feliz (o acaso alguien consultó antes de dictaminar la monogamia significativa). Al entregarle en bandeja al objeto una ilimitada cantidad de significados la forma que cobra es la de la multiexpresionalidad. Un significante que se expresa de formas distintas realiza diferentes expresiones de su existencia generando infinidad de objetos nuevos.

En otras palabras la fantasía es el resultado de la anarquía sexual aplicada a la relación significado significante. La construcción de fantasía libera el proceso de significación generando seres/objetos que circulan por el mundo actualizando nuestras formas de ver y destruyendo el aparato censurador del mirar actual.

La fantasía existe en este mundo. De hecho el mundo entero es fantasía en potencia, pero la normalización de las formas nos atrapa en la opaques. Liberada la mirada, la fantasía se realizará creando la realidad. El mundo actual, con la notable depresión que existe sobre los objetos muy lejos puede estar de considerarse real. Lo que hoy se considera realidad ofendería hasta al más obtuso de los objetos, los cuales han sido obviados intencionalmente durante mucho tiempo mientras a gritos trataron de decirnos que no es posible creer en la realidad a partir solo de una de sus partes. La fantasía es la única forma de realizar la realidad, y es el resultado del ejercicio deliberado de liberación de la actualización de los objetos. Las infinitas expresiones de los objetos, que ahora podrán pasearse por corrientes e inclusive entrar al teatro, permitirán una realidad concreta, expresiva y por supuesto fantástica.

Es necesario permitirle al objeto que se exprese, es necesario dejarlo que se actualice mas allá del propio mirar, es necesario también ver que la realidad es el resultado del conjunto de esas expresiones. Esos nuevos lugares son el mundo mismo, completan la realidad. Si consideramos a la fantasía como toda aquella potencia aun no actualizada de lo real y no como la forma irreal en la que se piensa el mundo nos podemos dar cuenta que la diferencia entre las dos definiciones no esta entre la relación que se hace entre el significado y el significante. En ambos casos el significante se relaciona con nuevos significados, de hecho la fantasía aparece como una violencia aplicada a una relación normalizada. La diferencia entre ambas definiciones es que en la primera la multiexpresionalidad libera al objeto, le permite a este construir la realidad, en la segunda definición esta misma dislocación de la expresión se autodefine como error. Si pretendemos que la fantasía funcione como violencia necesariamente lo que de ella surja será una alteración de la realidad cuando, por el contrario, lo que surge de la fantasía es la realidad misma. Fantástico no es lo irreal, fantástico es aquello es forzado a parecer irreal pero que encierra en su interior la vida misma del objeto.

Júpiter, o sobre la idiotez

Todo se lo debemos a Júpiter, quien se equivocó por nosotros. Un día salió de paseo sólo para perderse, y en esa vuelta a la esquina, en esas dos cuadras de más, creó la vida en este planeta.

Resulta que cuando la tierra todavía era materia incandescente, hace varios miles de millones de años, no tenía la masa suficiente para adquirir las características que permitieron la posterior generación de la atmósfera, condición de posibilidad de la libertad. La masa que le faltaba al planeta fue un regalo del cósmico de Júpiter, señor del trueno y los errores.


Un bollo gigante de harina muy caliente impactó con lo que entonces no era tierra sino fuego, se mezcló y permitió la solidificación. Pero ese fortuito impacto no fue casualidad, sino equivocación. Fueron esas cuadras de más. Si el gigante hubiese estado en su lugar, si no se hubiese perdido con la ingenuidad de quien se hace ignorante sólo porque reconoce que la certeza es la imposibilidad de lo categórico, el planeta mismo no podría haberse constituido como lo que hoy es, un hogar. Esa masa errante habría sido atraída por la gravedad del planeta más grande del sistema y nunca nos hubiese impactado. El planeta no existiría si Júpiter no fuese genialmente estúpido. Su ausencia permitió un desvío, su gracia nos dio una oportunidad.

Hay que recuperar el hubiera y hubiese para proyectarlo hacia delante, generemos un tiempo verbal dislocador y estúpido. Lo primero es reconocer que la realidad ya esta allí, esperando nuestro corrimiento, nuestro error, para colarse por esas pequeñas fisuras mágicas. La humildad de quien conoce la naturaleza inmutable de su dignidad obliga a la humillación, quien entiende la magnitud de este regalo se obliga a merecerlo. Pero como así son las cosas más allá de lo que podamos hacer al respecto, esa humillación se transforma y redimensiona. Ya lo dijo el ruso, la idiotez es la mayor de las genialidades. Ese acto de dejarse atravesar por el caos es la máxima de las entregas, es la confianza ciega. Hay que recuperar la embriaguez de los estúpidos, sólo allí encontraremos la muerte del ego, el abandono de los límites impuestos por las estructuras de dominación, el error permanente.

El cosmos parece querer ahora enmendarse, es necesario entonces emborracharnos a tiempo.

jueves, 31 de julio de 2008

SOBRE CUENTOS QUE PRETENDEN CONTAR UNA HISTORIA PERO NO LO LOGRAN

Uno


Esta historia empieza con un niño que se duerme. Una de esas noches iguales a todas las demás soñé una realidad que me estremeció, después todo fue distinto.

Un día me levanté y aparentemente todo era igual, el mismo acto de levantarme a la misma hora que el resto de los días, bañarme y desayunar, ir a trabajar, todas las prácticas que uno hace sin pensarlas, simplemente por rutina, suponen siempre que ese día va a ser igual al anterior e igual al siguiente. Me levanté con esa misma certidumbre tácita, pero esa certeza no cuestionable que nos soporta se derrumbo sin avisar.

Esa misma mañana algo fue distinto afuera, no en mí sino en los demás, no en mis prácticas sino en las de los demás. Algo se volvió irreversiblemente incomprensible. Por motivos que desconocía esa multitud anónima que se llama otros, ese conjunto siempre supuesto y siempre normal traicionó la confianza que se supone no se puede traicionar. Una sombra me asusto pero no pude discernirla. Los otros decidieron, masivamente, como multitud, sin amo ni siervo, pero sobre todo sin avisarme, romper con el sentido común.

La gente elegía al azar su propio idioma y se nocomunicaba con él con terceros que hacían lo mismo. Sin aviso nadie fue trabajar, nadie fue a la escuela, nadie se levantó e hizo lo que cada día debía hacer. Las prácticas se sublevaron, no una práctica, no muchas prácticas, sino esta y aquella y las demás. La multitud decidió, en pleno ejercicio de su autodeterminación, olvidarse del cruel mandato omnipresente de lo social, rompieron con todas sus obligaciones y deberes, el sentido común dejó de existir como hábito. La sociedad se había desintegrado como tal y lo más terrible era que no me habían avisado.

Como suele pasar en los sueños todo esto lo supe no por verlo, simplemente lo supe. Las situaciones son conocidas solo en un segundo, solo en una idea, y aunque eso que es conocido quede siempre a una distancia demasiado grande uno siempre lo conoce completamente porque es el producto del mismo sueño, de la misma persona que siempre está lejos de lo que crea.

Mi consternación fue tremenda. Todo lo que tenía que hacer dependía de que los otros cumplan también con lo que tenían que hacer. Recorrí todas las cosas que no podría hacer en un mismo instante sin respirar tiempos y espacios. Supe que el subte no me llevaría ante los sauces, ya no tenía sentido ponerme medias, auque pudiese aterrizar nadie se iba a presentar porque todos estarían muy ocupados no haciendo lo que debían hacer.

Pero esta suerte de liberación no me produjo felicidad sino pesadillas espantosas. Me presentaron la gran catástrofe. En el mismo acto de la multitud de no hacer lo que se esperaba que hagan las prácticas mismas destruyeron el poder que sostenía el orden. Los amos no pudieron controlar el desborde, no tenían con que. También sucumbieron ante el caos.

Estaba en frente mío la gran ausencia, estaba en mis narices la ruptura de toda normalización y eso me hizo sentir completamente vacío. En cuanto me di cuenta que ninguna de mis acciones tenía un sentido supe que no sabia que hacer. Toda mi vida estaba sostenida por la fábula que llamamos sociedad, siempre criticada, siempre despreciada, siempre imperfecta pero también siempre necesaria. Todas las prácticas mil veces maldecidas, todas las acciones que fueron infinitamente insultadas con la palabra rutina y la memoria, en una sola idea, cayeron debajo de una alfombra hecha con hilos de duelos. Y quedé solo, incapaz de ser acompañado, incapaz de ser justo o feliz.

Recuerdo que en ese sueño me sentaba y miraba, contemplaba porque no podía actuar. Ya no era un agente, ya mis actos no tenían consecuencias en mi entorno, todo lo que me rodeaba se había enajenado de mi y de los demás. Cada realidad se había cerrado en si misma y el espacio en común no era suficiente para reconstruir la fábula.

Me levanté sin saber porque estaba tan raro esa mañana. Como suele pasar con los sueños se los recuerda de a poco, se los recupera por partes, nunca se vuelve a ver la historia completa. Quedó una imagen con sus consecuencias recuperadas discursivamente y el resto atrapado en ese mundo al que pertenecí por un momento. Puedo contar solo aquello que fui capaz de traducir, de expresar en palabras. También pasaron muchas otras cosas que omito, acontecimientos impronunciables.

Este sueño me persiguió por varias noches como suele pasar con los sueños que te asfixian pero que no te explican porque. En cada vez pasaba lo mismo, recordaba lo mismo, olvidaba lo mismo, me despertaba igualmente triste, igualmente ignorante de las causas de esa tristeza.

Un día igual a cualquier otro, con una noche igual a cualquier otra noche, me dormí y en ese dormirme soñé y en ese soñar viaje otra vez a este mundo y volvió a pasar lo mismo, salvando una pequeña gran diferencia. Alguien me habló y lo recordé.

Estaba en el medio de la contemplación, estaba haciendo que contemplaba para no reconocer que no había sentido para hacer otra cosa. Esa presencia que me invitaba a que me reconozca como su igual no era una persona, no tenía nombre ni cara, no era nadie que yo conociese, o por lo menos no era nadie que hubiera conocido hasta ese momento. Me preguntó porque estaba triste. No supe que contestarle.

Miré cada detalle, fui hasta sus ojos buscando profundamente y a pesar del largo viaje, como suele pasar con los sueños, recuerdo que admití no recordar lo que vi.

Un detalle atrás de los cuadros de marcos verdes se escapó y en ese mirar encontré una respuesta a una pregunta. Me la había hecho la presencia que no puede ser recordada, de un sombrero salió su pregunta, mi pregunta. La encontré en el fondo, como suele pasar en los sueños, y la persona que estaba mirando no podía más que ser parte de mí. Y en esa pregunta tan distante, tan irreconocible, era un yo mismo el que se estaba animando a preguntar, y en esa mirada que hoy no existe estaba todo aquello que quería saber y que siempre estuvo ahí, esperando que me pueda cruzar con un niño con un globo azul.

Los viajes por las miradas pueden ser eternos, auque es imposible saber de tiempos en los mundos donde los relojes no se inventaron. Con el sentido común se esfuman muchos rastro, la esclavitud, la sociedad, la pertenecía, la contención, de identidad, todo se desmorona.

El sentido que sostenía mis prácticas estaba subyugado por la sociedad, lo social atraviesa y determina la acción pero a su vez la contiene, la envuelve en una mentira que hace más soportable la vida. Hay amos y hay esclavos, tomos somos un poco amos y mucho más esclavos, el poder es una relación social, la historia no es otra cosa que la evolución de esa relación social. Pero pensar por un segundo en que esa relación se esfuma, desaparece, nos devuelve al problema de la función de poder. ¿Qué pasa si los que obedecen dejan de obedecer? ¿Qué pasa si todos dejan de obedecer? ¿Qué pasa si somos obligados a dejar el sentido por el sentir? No habría forma de obligar a la multitud a que obedezca, eso pasaría. Pero esto no pasa por un motivo, obedecemos porque lo que la sociedad nos da cuando nos manda, cuando nos hace sus esclavos, el regalo por la obediencia es la certeza de que el mundo existe.

Se evidencia el absurdo, y si nada tiene sentido no existe motivo para seguir. Sin esa sociedad, sin ese sentido, sin esa contención, todo cuanto pueda ser hecho, cualquier práctica, cualquier. En fin, lo que en realidad se evidencia es que esa necesidad de sentido común para poder respirar es una cárcel de normalidad legitimada que nos enfrenta irremediablemente con el absurdo como realidad, y el absurdo alcanza todos los rincones del mundo que conocemos si se lo permitimos, hasta nuestra propia existencia. La existencia es absurda, la vida es una agonía y esto es una verdad sabida por todos, pero también, como en los sueños, siempre oculta.

Así empezó esta historia, con un sueño. Y con ese sueño se abrió un camino del que no pude regresar. Lo que había visto no puede ser olvidado.




Dos


Por motivos estrictamente burocráticos tenía que visitar cierta oficina todos los martes, en el horario que quedaba comprendido entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde.

Sería para mi imposible olvidar mi primera visita a ese maravilloso lugar. ¿Cómo hacer para cometer una injusticia? Exactamente, la belleza me propone la posibilidad de su desarticulación. Y se debía al inconfundible olor a café caliente que salía del armatoste con el que ese señor de guardapolvo recorría la calle Lavalle y se debía a las altísimas columnas que adornaban el lugar y, como era muy probable, se debía a que las horas pesadas de la primera mañana me predisponían particularmente a mirar todo como si fuese un poco extraño, con una gota de sabor particularmente extravagante.

El primer día, al mirar desde abajo y desde la distante vereda esa enorme puerta de madera que simbolizaba la entrada, propuse que sería una tortura desconsiderada someterme a la enorme gimnasia de recorrer esos innumerables escalones mientras ni el día había despertado. La mañana siempre había sido un enigma, por lo que decidí aprovecharla y realizar un pormenorizado estudio sobre la posibilidad de catalogación matutina. Debía levantarme temprano, siempre se puede sobornar la pereza, aunque si debo ser totalmente sincero, todo esto, en un principio, no fue otra cosa más que una sutil auto mentira que me permitía cumplir con las reuniones pactadas. Por supuesto podría haber ido en horarios más soleados, pero con ello me hubiese arruinado el mediodía, y dios es testigo de lo que puedo disfrutarlos.

Realmente desconocía los rituales de las corbatas y me acosaba cierto fantasma sobre la existencia de algún tipo de clan o secta o agujero para mi espíritu, con ropas descomunales que solo podían usarse antes del mediodía. La historia que voy a contarles, si bien no puedo atribuírsela a este aro de misterio que siempre rodea los desayunos, es un buen ejemplo de fascinantes mundos que existen siempre prudentemente distantes de nuestro conocimiento por cuestiones de reloj.

El primer día me decidí a subir la inmensa escalera con la firme convicción de, para el próximo martes, encontrar la forma de evitar tan tortuoso requisito. Recorriendo mis quejas había logrado alcanzar la recepción del lugar. En ella encontré al personaje más increíble del que alguna vez se hubiese podido confirmar existencia. En ese inolvidable primer día, tras un escritorio abarrotado de papeles, se me presentó el seññor Fernando.

Recuerdo una impresión contundente. Era la persona más pulcra que jamás hubiese visto. Más allá del seññor Fernando, como él mismo se presentó, estaba su impecable traje azul, había una hermosa corbata marrón oscura en combinación con zapatos y cinturón y un poco más allá de su peinado, que era de lo más cuidado que había visto en años con tajante ralla al costado arrancando a la altura de la comisura derecha de su boca, más acá de muchos detalles, lo que realmente me impactó fue la hermosura de su bigote. Prolijamente cortado gozaba de una voluptuosidad enorme, una simetría descomunal y sobre todo, muy sobre todo, una belleza que enaltecía el resto de sus rasgos.

Por lo demás el seññor Fernando era una persona sumamente desagradable. Puedo entender que una persona como yo, desacostumbrada a esas horas del día, no esté preparada para tratar con gente cuando todavía las lagañas no se fueron de los ojos. Pero en su caso, en el caso del seññor Fernando, su posición recta y despabilada, su rozagante y prolijo rostro, su inquietante predisposición al maltrato no daban cuenta de una desadaptación horaria sino de una cínica malicia. Con toda la paciencia que caracteriza a los hombres y mujeres que gozan del sufrimiento ajeno el seññor Fernando se tomaba un tiempo exageradamente largo para notar la presencia de quien tuviese delante. La espera crispaba los nervios de cualquiera. Su pequeña actuación consistía en mirar profundamente los ojos del recién llegado, más que observados nos sentíamos profanados, para volver placidamente a dedicarse a sus papeles. Los acomodaba, prolijamente, los hacia formar una pila y, cuando terminaba con su innecesaria tarea, los volvía a desparramar. Volvía a profanar el alma de quien estuviese del otro lado del mostrador para retornar a apilar papeles. Este ritual podía repetirse tantas veces como pueda uno tolerarlo. Recuerdo a la mujer de cara muy flaca y pelo blanco cuando esperó mientras el seññor Fernández hacía su pequeño atentado una y otra y otra vez. Fueron trece en total las veces que Fernández desparramó y apiló sus papeles profanación de por medio, sin dirigir palabra alguna a la señora. Por último, con una vos que efectivamente evidenciaba un profundo sufrimiento, la señora pregunto a Federico ¿quiere Usted que lo ayude con esos papeles?

Por mi parte tuve la suerte, en ese inolvidable primer día, de ver como este espectáculo se repetía tres veces antes de ser mi turno. A esta señora Francisco le realizó su acto trece veces, al señor de pelo largo que le seguía en la fila tres veces y a la señora de grandes caderas que estaba delante mío dos veces con insultos e invocaciones al respeto y los buenos modales de por medio. Cuando por fin fue mi turno yo no estaba dispuesto a tolerar esa escena después de haber entendido el sistema de Roberto. El primer profanamiento nomás fue interrumpido por un grosero y subido de tono – voy al tercer piso seññor-

La respuesta, para mi sorpresa, fue inmediata. Segunda escalera a la derecha. Esa fue, en apariencia, una gran victoria para mí. Nunca me enteré que la broma de Ricardo para con migo fue terrible, más que con los demás.

La segunda escalera era la más linda de todas, pero también la más larga. Cuando llegué entré a un mundo que, al día de la fecha, sigue sorprendiéndome en los recuerdos que bailan sobre mi torturada memoria.

El tercer piso de la segunda escalera era un lugar caótico. Evidentemente estaban en plena mudanza o algo por el estilo por que todos, absolutamente casi todos, estaban corriendo escritorios, llevando computadoras, trasladando cosas. Por el tamaño y la cantidad el efecto se magnificó. Estuve un rato muy largo buscando a alguien que pudiese ayudarme a encontrar la oficina del director, persona burocrática por excelencia que debía solucionar mi inconveniente. Pero a pesar de mis esfuerzos todo parecía condenado al fracaso. Los que estaban en ese lugar afirmaban un complot invisible y que ellos recién llegaban, que eran nuevos y que no conocían a ese director.

Mucha fue mi sorpresa cuando uno por uno todos los que estaban en ese tercer piso de la segunda escalera eran nuevos, y todos no conocían a nadie y todos no sabían donde quedaba la oficina del director. Podía entender lo de la mudanza, que sean nuevos estaba bien para mi, pero que nadie conociese a alguna otra persona me parecía un poco raro. En ese lugar cada uno hacia lo suyo que era, sin importar con quien hablase, generar movimiento. La tercer recorrida me trajo un poco de desanimo, pero a estas alturas esto ya era una cuestión personal, aunque siquiera podía recordar para que necesitaba encontrar al director. Pero como siempre pasa, en cuanto olvidé para que lo necesitaba, llevando unas carpetas a una oficina, un tipo me dijo que el era el director.

Lo recuerdo perfectamente, era muy alto, finito y de pelo colorado, era de esos tipos que empiezan a ser viejos pero no por eso pierden alguna línea. Me guió muy cortés a su oficina que era la inmediata a la derecha de la escalera por la que había entrado y se presentó como el licenciado Bello. Cuando por fin dejó de acomodar las cosas que venía cargando me preguntó en que podía ayudarme. Lamentablemente lo había olvidado y a pesar de mis esfuerzos inmensos no hubo caso. Bello fue muy amable, me dio su tarjeta y me dijo que volviese al día siguiente, estarían instalados y tendría más tiempo para atenderme y para ayudarme si es que me acordaba en que.

Al día siguiente, a pesar de la tarjeta, el seguridad del lugar me indicó que debía hacer la fila para presenciar otra vez el espectáculo del Seññor Alberto. Torturó a dos, y fue mi turno. Puse la tarjeta sobre el escritorio y le indique que tenía que ir al tercer piso a ver al director. Esto no pareció importarle mucho, el seññor Juárez repitió su terrible acto sin siquiera prestar atención en lo que dije o en la tarjeta. Por suerte para mi había desayunado y bostezado. Eso fue lo que me permitió salir corriendo a la escalera antes que el seguridad pudiese alcanzarme.

Fui al exacto lugar donde había estado el día anterior, pero no había oficina. Ese lugar era ahora un depósito de escobas y trapos de pisos usados por las suelas. Por más que buscaba y buscaba el director no aparecía. El personal de seguridad empezó a multiplicarse, era seguro que me repondrían a la fila otra vez, Reinaldo me tenía atrapado, estaría ahí parado por una eternidad sin que me atendiese.

En el momento en que la derrota era totalmente inminente vi ese letrero que cambio todo. Justo arriba de la puerta, indicando una naturaleza inmodificable, como si quisiese avisar lo que era impredecible. Injustamente donde necesitaba que este estaba el letrero que decía, alegremente, “sala de esperas”.

Por los caños sonaron los pasos de la indignación, ¿Cómo podía ser que existiese una sala para esperar?, todo el mundo era para esperar, la vida es esperando. No entendí cual era la exclusividad que podía albergar esa sala. Estuve a punto de irme, de subestimar, por suerte desobedecí. Encontré en lugar de algo a alguien, al señor Watson.

Era un tipo muy viejo, aunque su edad justa era algo que ni él sabia. Según sus propias palabras había dejado de contar los días, meses y años que iban pasando hace treinta y cinco años, dos meses, tres días y, según el reloj que colgaba en la pared sin moverse, treinta y siete segundos. Cuando entré me miró con mucha violencia -hay nada por acá- me contestó. Sin hacer mucho caso a sus palabras me senté en la silla que esta enfrentada a la suya, respiré muy profundo y le expliqué que esta era una sala de esperas. Yo quería esperar.

Watson había sido muy ilustre en otras épocas, aunque no hay forma de saberlo. El mismo había inventado las escaleras con escalones. Antes de su brillante idea las escaleras eran incompletas e inútiles, gracias a él el mundo era un lugar muy práctico. Según me dijo su objetivo fue conquistar las alturas. Pero después del éxito y el dinero consideró que había cumplido con su existencia. No tuvo alternativa y se construyó una sala para esperar. Para esperar su propia muerte.

Había puesto dos sillas, un reloj que no funcionaba y un sifón. Había estado solo por mucho tiempo, pero ese día tuvo la desgracia de que alguien más necesitase esperar. No le gustó mucho la respuesta que le di, me miró muy grave hasta que misteriosamente llegó un finalmente largo –bueno, si querés esperar podes quedarte. Pero mirá que cuando el reloj marque las cinco de la tarde te vas a tener que ir, a esa hora me gusta estar solo.

Fue en ese momento que noté que no funcionaba. Traté de ver cuanto tiempo me había dado este viejo para acompañarlo, pero su respuesta consiguió una de esas exactitudes que no pueden existir, sin lugar a dudas a las cinco de la tarde lo dejaría solo. Por supuesto cualquier momento podía transformarse en las cinco de la tarde.

En tan ridículo nuestro viejo que espera muerte ya no es tragedia. Vos podés, claro. No tiene ningún sentido que me dedique exclusivamente a esperar mi muerte, podes hasta pensar que todo esto es un absurdo. Todos esperamos, solo que cada uno usa sus pies para lo que se le da la gana mientras espera. En realidad la cuestión es muy simple, en los tambores cada uno puede actuar el personaje que más le guste. A mi, por ejemplo, desde que estoy acá esperando, a veces me dan ganas de estar contento y a veces me aburro de estar contento y me pongo triste. A veces me aburro y entonces no. Pero es así pibe, no muchas vueltas dentro del mismo círculo, el problema es que no entienden, son todos muy tercos para entender, todos menos yo. Por supuesto.

Pensalo así o no. Un día me levanto y tengo ganas, ¿quien dice que no puedo?, no hay necesidad, que se use para algo en particular. La podés usar para disfrutarla o no, eso es solo una decisión. El problema, el gran problema acá pibe, es que estos tercos necesitan siempre que uno o dos peces les digan que son sus personaje y sus ropas y sobre todo sus miedos. Los necios siempre piden permiso para actuar, ¿entendés? Reobligan a actuar pero lo desprecian, se desprecian, se quitan precio. Por eso me cansé de esta manga amplia, me cansé y me dediqué a esperar esperando, y decime ¿Quién puede decirme que es lo que está mal? La vida es, la vida que es. La vida, es siempre para otra cosa. Yo soy categórico, pero eso es otra cuestión, est-ética.

Bueno. Ahora, aunque el ahora sea indefinidamente presente y, como medida de tiempo inútil, aunque ahora no exista como momento, ahora, en este y aquel momento, ahora andate. Ya son las cinco de la tarde y tengo muchas cosas que hacer.-

Esa fue mi conversación con Watson. Mejor dicho, ese fue el monólogo de Watson.

Cuando salí me di cuenta que faltaban tres horas y media. Pensé en volver y decirle que se había equivocado, que todavía podíamos charlar un rato, que tenía ganas de escucharlo. En seguida me encontraron los de seguridad, me dijeron que Rómulo me esperaba. Sus nombre, todos diferentes, nomadismo nominativo. Era su bigote. Era movimiento permanente, se movía como las caderas, como el péndulo. La mueca del hombre de los mil nombres era con los labios. Movía el bigote, de una punta a la otra, lo movía con los labios. Los mande a sus casas, no tenían estufas para calentar la yema de los codos. Antes de salir le ofrecí mi mano en señal de respeto al Seññor Fernando. Mucho respeto. Mucho. Nunca había visto un bigote tan hermoso.