martes, 5 de agosto de 2008

En busca de un tiempo perdido

Aquel niño espera en su habitación el sonido de los pasos que anuncien a su madre. En su espera devora con esperanza los silencios y las sombras de un límite inamovible. Sabe que aquello que tanto ansía carga con el máximo de los placeres y el mayor de todos los miedos. Evitar la intensidad sería quedarse en la cama, territorio neutro y preestablecido, que lo guarda de todas las incertidumbres. Pero también sería una renuncia, la cama y la victoria de todos los miedos.

Antes de subir por la escalera la madre y el padre enuncian una insinuación. La ausencia del sueño y la posibilidad de los cuerpos, ese esperarse desnudos que invita una comunicación desde la piel, desde el placer que se encuentra atrás de aquellas distancias. Y es en esta invitación a suponer el sexo en donde lo siguiente se disloca. Aquella imagen del miedo que brotaba desde la cama, aquel pasillo que sólo podía depararle una sanción terrible se convirtió en aquello mismo, pero de una manera tan terminante que él siquiera pudo verlo.

El niño y la madre comparten ese miedo al padre, a esa sanción que llegará. La madre rompe los códigos que le permiten comunicarse con su hijo y le habla, declarando que tiene que irse antes que su padre lo vea. Ella comparte su miedo.

La sombra de la bujía que sube por la escalera. El niño que se niega a ir a su habitación, la madre que sabe que lo peor va a pasar. Es muy interesante ver como, aunque los problemas y el lugar literario desde el cual toda esta tensión es presentada se construyen desde la ficción de un niño, el lenguaje, los pliegos y los temas pertenecen al narrador. Él es quien escribe invadiendo a su personaje, dotándolo de esa capacidad de superar todos los límites. Pero quien escribe no puede evitar recuperar su propio mirar, su propia imposibilidad, entonces aquello es proyectado en sus personajes. Es así como ese acto del narrador de invadir al personaje con su lenguaje se revierte en forma circular e invade a quien escribe con los límites del niño. Por eso el análisis jamás alcanzará la escalera, porque aunque el narrador lo sepa el niño que él es cuando escribe no puede saberlo. Esta es la circunstancia que determina esta pequeña tragedia. Una tensión planteada que, por las características que posee el contexto de su presentación, aparece inevitable. De hecho, la peste con la que carga es invisible.

Entonces desde el hijo queda inaccesible la situación anterior, aquello que no se le permitió conocer por edad, por distancia geográfica, por pudor. Pero ese futuro encuentro con la desnudez marital si se le presenta al lector. Y es presentado para sanear la culpa, para mostrar lo que no puede ser aceptado. Aquel silencio que condiciona todo lo demás, un recuerdo hecho inmortal.

El padre se niega a la madre y la insulta entregándola al hijo. El encuentro sexual que iban a tener es vivido por ella con tanta ansiedad como el hijo cuando espera el beso de su madre, entonces la sanción que el hijo suponía merecía existe, pero no desde el padre, sino que éste lo condena a través de la madre. El terror que ella tiene, aquello que la impulsa a romper con su rígida disciplina de silencio, no es el resultado de su intención por cuidar la integridad del hijo, sino que el objeto a cuidar es su propia integridad, su goce. Cuando el padre los encuentra juntos se encuentra con la traición de los dos. Al hijo por estar en el pasillo y la madre por no estar en la cama. Como castigo le cede el premio a su competidor, a su propio hijo, y así sitúa invisible un insulto tremendo que nadie puede ver. Este acto evidencia lo implícito entre madre e hijo, lo no puede ser aceptado. El niño, en su supuesta ingenuidad, acepta aquello que más lo destruye, acepta la degradación del ser que más ama. Su amor insultó a su madre. Y eso ella no se lo podrá perdonar. El queda destruido en aquella situación que presumía inimaginable e inalcanzablemente maravillosa.

Entonces, y como desenlace, el niño disfruta. Ya que tanto amas a tu madre insúltala y goza de ello. Y queda convertido en un miserable sin saberlo o merecerlo. Derrotado el niño analiza al padre. Y cree que todo esto que ha pasado, este predecible castigo letal y su súbito reemplazo por un supuesto premio impensable, se debe a que “…el comportamiento de mi padre con migo conserva algo de aquel carácter de cosa arbitraria e inmerecida que lo distinguía y que derivaba de que su conducta obedecía más bien a circunstancias fortuitas que a un plan premeditado.” Es así como el niño cierra el círculo e invade al escritor. Esa invitación a suponer en los hechos un suceso de actos fortuitos es el resultado de la falta de un padre escondida en un límite que no puede ser reconocido por la invasión del niño al lenguaje. Entonces esta mutua invasión nace del escritor a su personaje y se realiza desde su personaje al escritor; esto termina creando una situación que abre una historia. Crea una incertidumbre que permite la posibilidad de un devenir no fijado. Crea la posibilidad de un padecimiento que desgarra y escapa. Sobre todo permite al escrito hacer hablar a la historia.

No hay comentarios: