martes, 5 de agosto de 2008

Atado a los atados

Ayer voy a contarles la historia del fumador. Era sin parar, un cigarrillo atrás del otro y en algunas oportunidades dos al mismo tiempo. Uno esperaba durmiendo en el cenicero mirando ignorar el abandono. Mientras se consumía produciendo humo y cenizas el fumador sacaba otro igual, de la misma caja pero nuevo. Explico esto para que entiendan que la compulsión esta más allá del vicio y la dependencia. Mi fumador no era un adicto al tabaco y a la nicotina y a lo que fuera. Era sencillo, no quería evitarlo. Inmediatamente sacaba su cajita y mostraba otro, lo prendía para volver a apoyarlo en el cenicero, al lado del que todavía estaba prendido. La necesidad no era de tener un cigarrillo en la mano, también lo que no era importante era prenderlo. Fumaba en serie y sin descanso.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto al fumador. Seguramente se había atenuado el asco que me hacía sentir en los dientes pero la primer intención fue violenta. Puso sobre la mesa dos atados de veinte en marcas disidentes. El primer atado no lo recuerdo, muy barato, desencajado en los rincones y casi vacío. La otra marca podría pronunciarse, pero es innecesario. Mientras me sonreía y saludaba apagó el que tenía en la boca, dos dedos y la presión contra el fondo, el cenicero no pudo conmoverse. Mirándome fijo a las cejas trató de contarme el motivo del encuentro, era la luz que cruzaba el humo de la ansiedad en combustión y que tengo un problema che, estoy al borde de un descubrimiento, pero tengo un problema y necesito tu ayuda. Me lo dijo mientras construía una punta y la otra de un puente destruyendo una servilleta.

Terminó de comunicarme su desesperación para volver a prenderse un cigarrillo, fue de la caja barata, le quedaban cuatro de esos, la otra estaba cerrada.

La cuestión era casi la siguiente, hacía un año y medio que había empezado a fumar realmente mucho, casi constantemente. Las cantidades se habían salido de control sin que se pudiese hacer mucho o poco al respecto. Primero fue una caja entera, sólo veinte por día. Pero eso dejó de alcanzar, en cuanto se empieza con la segunda las sábanas no quieren estar limpias. El que dice que fuma treinta por día miente, seguramente esta casi por los cuarenta. Los límites que pueden imponerse son siempre vidriosos, son trasparentes, dejan verse como débiles en cuanto aparecen. Sin dudarlo empezó con la tercer caja diaria. Y este fue uno de los principios por lo que continuó el problema, sesenta cigarrillos por día no se los fuma cualquiera. Estoy hablando del tiempo físi0co que representan, por lo menos en mi caso, me contaba, es sumamente necesario dormir doce horas por día, es lo mínimo que un organismo itinerante necesita para funcionar.

Hay que hacer las cuentas. En las otras doce horas que estás despierto tendrías que fumarte un cigarrillo cada doce minutos, no cabe ni un respiro. Hasta el acto de cojer implica una pérdida de tiempo que deberá ser resarcida abreviando los espacios entre cigarrillos.

Obviamente el fumador continuó con su relato enumerado desde el borde de la bandeja del mozo que servía un solo café. Mas que sus palabras era su aliento, en sus zapatillas podía verse su decadencia, molestaban los botones que no estaban y, lo más sorprendente, contaba todo esto sin tener vergüenza de sí mismo. Solamente a través de su relato pude entender porque.

El fumador me dijo que llegó a fumarse seis cajas por día hasta encontrarse con la curva del problema. A esas alturas ya no tenía tiempo físico para terminarlas. Los ritmos imponían diez cigarros en una hora, pero en el banco no te dejan, cuando te bañas se moja y así, entre todas esas cosas que se supone son importantes, entre los incontables “contratiempos” cotidianos, su vida se balanceaba entre su obligación moral hacia el tabaco o la resignación.

La medida fue drástica, había que dormir menos. En ese momento entendió porque el cigarrillo perjudica a la salud, ahora tendría que dormir solamente diez horas por día.

Pero ese no era el problema me decía, esperá que ya llegamos a la parte con ventanas y antenas. Sin mayores esperanzas ni menores desgracias yo presenciaba la continuidad del fumar y las arritmias de su historia. No podía evitar pensar que tuvo que tomarse un taxi y que no había podido fumar adentro, se habría perdido como una hora y estaba recuperando el sabor perdido. Jugando una carrera contra el derroche estaba constantemente con la vida en la mano.

A estas alturas de la conversación estaba por la mitad del segundo atado, sacó un cigarro más y miró adentro de la caja. La vio medio vacía para ponerse un poco alegre, tuvo que sacar una caja tercera de otra marca diferente. La dejó arriba de la mesa cerrada. Eran cigarrillos mentolados.

Como te iba diciendo, la cantidad de cigarrillos no dejaba de aumentar y cada vez tenía que dormir menos. Llegué a comprar doce cajas por día. No dormí por un mes entero, no comía, no me bañaba, no iba a trabajar, no estaba en lugares donde no podía fumar, prácticamente me quedaba en casa fumando todo el día. Cuando por algún motivo tenía que hacer alguna otra cosa ponía todas mis energías en hacerlas rápido, minimizaba los tiempo muertos con la esperanza puesta en esos cigarrillos que iba a tener que fumar apurado, por la fe en la constancia. Esos eran los más ricos.

La decadencia del problema fue práctica. El dinero se terminaba, el gas es fundamental, había que pagar la cuenta corriente del velador que usaba para leer y para poder prender la heladera. Los acontecimientos se imponen como costumbre, me decía prendiéndose el primer mentolado. En ese momento interrumpí su relato por la abrumadora carencia de novedades, esta historia yo ya la conocía, habíamos tenido largas discusiones sobre el asunto. Inconsistente con la prudencia el accidente ocurrió desprolijo, se me cayó, se fue por los sonidos y se apareció en forma de pregunta, ¿Para qué me llamaste? En ese momento apagó el cigarrillo y me miró. Yo esperaba que se prenda otro, esperaba que pase lo que pasa siempre, esperaba que mi experiencia se repita y compruebe. Pero no. No se prendió un cigarrillo. Habrá sufrido lo indecible para sostener esa mirada con los dedos desnudos.

El fumador habló con una cara que no le conocía. Pensó la posibilidad de dejar de fumar, me contó que había descubierto que todos tenemos variedades extensísimas de obligaciones. Eso fue en realidad lo que desató la terraza del problema.

Sin cigarrillos no podía mantenerse en pie, despertar y fumar eran una sola cosa, y la epidermis es muy difícil de engañar. En cuanto lo dejé no volví a abrir los ojos. Pasé a dormir catorce horas por día y el resto sólo andaba, trabajaba, comía y otra vez a dormir. Eso no es vida.

En cualquier caso al costado de un árbol no tenía ganas, había podido estar un mes entero sin dormir y ahora no podía estar un día despierto, era horrible. Me contó que para venir hasta acá a contarme esta historia sobre patos y naranjas se había comprado muchos atados, que la única forma que tenía de hacer yogurt de arroz era fumando y así y todo recuperaba su color, sus pies mandaban sobre dedos contorciones y calambres, los colores tibios de la tarde se mostraban felices de andar por esos lugares, y eso, en latitudes virtuales, es imposible. Hacer implica la tortura de saberse capaz de algo hermoso y la pena de su necesaria dosificación.

Por segunda vez lo interrumpí, la pregunta fue otra vez sobre un para que. Uno de esos momentos perdidos por los libros de geografía se dibujó en sus ojos haciendo que se pongan vidriosos. Tomó una caja y se prendió otro cigarro, un mentolado de aroma fuerte, tengo que pedirte algo concluyó.

Necesito que me prestés una cantidad suficiente de dinero como para poder estar tres meses más sin trabajar.

Espero sepas entenderlo, pero no puedo traicionarme, sin fumar soy como algo que no reconozco, solamente duermo. En cambio cuando fumo siento la vida que vuelve de una noche cortada con cicatrices en las puntas de los dedos, las venas circulan por la sangre, ese momento me pertenece y permite que esfuerce las líneas de algún marco sin madera. No es mucho me dijo y se miró las manos.

Dibujó un número en un papel. Era irrisorio, yo no tenía esa plata. Entonces le pedí un cigarrillo, me convidó sin pulso. Fue el primero que podía fumar en su presencia, verlo fumar siempre me había dado asco de mi, me hacía tener asco de fumar.

Esa vez me lo permití. Lamentablemente no tenía esa plata, se la hubiese prestado de muy buena gana, pero no la tenía.

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