jueves, 31 de julio de 2008

Dos


Por motivos estrictamente burocráticos tenía que visitar cierta oficina todos los martes, en el horario que quedaba comprendido entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde.

Sería para mi imposible olvidar mi primera visita a ese maravilloso lugar. ¿Cómo hacer para cometer una injusticia? Exactamente, la belleza me propone la posibilidad de su desarticulación. Y se debía al inconfundible olor a café caliente que salía del armatoste con el que ese señor de guardapolvo recorría la calle Lavalle y se debía a las altísimas columnas que adornaban el lugar y, como era muy probable, se debía a que las horas pesadas de la primera mañana me predisponían particularmente a mirar todo como si fuese un poco extraño, con una gota de sabor particularmente extravagante.

El primer día, al mirar desde abajo y desde la distante vereda esa enorme puerta de madera que simbolizaba la entrada, propuse que sería una tortura desconsiderada someterme a la enorme gimnasia de recorrer esos innumerables escalones mientras ni el día había despertado. La mañana siempre había sido un enigma, por lo que decidí aprovecharla y realizar un pormenorizado estudio sobre la posibilidad de catalogación matutina. Debía levantarme temprano, siempre se puede sobornar la pereza, aunque si debo ser totalmente sincero, todo esto, en un principio, no fue otra cosa más que una sutil auto mentira que me permitía cumplir con las reuniones pactadas. Por supuesto podría haber ido en horarios más soleados, pero con ello me hubiese arruinado el mediodía, y dios es testigo de lo que puedo disfrutarlos.

Realmente desconocía los rituales de las corbatas y me acosaba cierto fantasma sobre la existencia de algún tipo de clan o secta o agujero para mi espíritu, con ropas descomunales que solo podían usarse antes del mediodía. La historia que voy a contarles, si bien no puedo atribuírsela a este aro de misterio que siempre rodea los desayunos, es un buen ejemplo de fascinantes mundos que existen siempre prudentemente distantes de nuestro conocimiento por cuestiones de reloj.

El primer día me decidí a subir la inmensa escalera con la firme convicción de, para el próximo martes, encontrar la forma de evitar tan tortuoso requisito. Recorriendo mis quejas había logrado alcanzar la recepción del lugar. En ella encontré al personaje más increíble del que alguna vez se hubiese podido confirmar existencia. En ese inolvidable primer día, tras un escritorio abarrotado de papeles, se me presentó el seññor Fernando.

Recuerdo una impresión contundente. Era la persona más pulcra que jamás hubiese visto. Más allá del seññor Fernando, como él mismo se presentó, estaba su impecable traje azul, había una hermosa corbata marrón oscura en combinación con zapatos y cinturón y un poco más allá de su peinado, que era de lo más cuidado que había visto en años con tajante ralla al costado arrancando a la altura de la comisura derecha de su boca, más acá de muchos detalles, lo que realmente me impactó fue la hermosura de su bigote. Prolijamente cortado gozaba de una voluptuosidad enorme, una simetría descomunal y sobre todo, muy sobre todo, una belleza que enaltecía el resto de sus rasgos.

Por lo demás el seññor Fernando era una persona sumamente desagradable. Puedo entender que una persona como yo, desacostumbrada a esas horas del día, no esté preparada para tratar con gente cuando todavía las lagañas no se fueron de los ojos. Pero en su caso, en el caso del seññor Fernando, su posición recta y despabilada, su rozagante y prolijo rostro, su inquietante predisposición al maltrato no daban cuenta de una desadaptación horaria sino de una cínica malicia. Con toda la paciencia que caracteriza a los hombres y mujeres que gozan del sufrimiento ajeno el seññor Fernando se tomaba un tiempo exageradamente largo para notar la presencia de quien tuviese delante. La espera crispaba los nervios de cualquiera. Su pequeña actuación consistía en mirar profundamente los ojos del recién llegado, más que observados nos sentíamos profanados, para volver placidamente a dedicarse a sus papeles. Los acomodaba, prolijamente, los hacia formar una pila y, cuando terminaba con su innecesaria tarea, los volvía a desparramar. Volvía a profanar el alma de quien estuviese del otro lado del mostrador para retornar a apilar papeles. Este ritual podía repetirse tantas veces como pueda uno tolerarlo. Recuerdo a la mujer de cara muy flaca y pelo blanco cuando esperó mientras el seññor Fernández hacía su pequeño atentado una y otra y otra vez. Fueron trece en total las veces que Fernández desparramó y apiló sus papeles profanación de por medio, sin dirigir palabra alguna a la señora. Por último, con una vos que efectivamente evidenciaba un profundo sufrimiento, la señora pregunto a Federico ¿quiere Usted que lo ayude con esos papeles?

Por mi parte tuve la suerte, en ese inolvidable primer día, de ver como este espectáculo se repetía tres veces antes de ser mi turno. A esta señora Francisco le realizó su acto trece veces, al señor de pelo largo que le seguía en la fila tres veces y a la señora de grandes caderas que estaba delante mío dos veces con insultos e invocaciones al respeto y los buenos modales de por medio. Cuando por fin fue mi turno yo no estaba dispuesto a tolerar esa escena después de haber entendido el sistema de Roberto. El primer profanamiento nomás fue interrumpido por un grosero y subido de tono – voy al tercer piso seññor-

La respuesta, para mi sorpresa, fue inmediata. Segunda escalera a la derecha. Esa fue, en apariencia, una gran victoria para mí. Nunca me enteré que la broma de Ricardo para con migo fue terrible, más que con los demás.

La segunda escalera era la más linda de todas, pero también la más larga. Cuando llegué entré a un mundo que, al día de la fecha, sigue sorprendiéndome en los recuerdos que bailan sobre mi torturada memoria.

El tercer piso de la segunda escalera era un lugar caótico. Evidentemente estaban en plena mudanza o algo por el estilo por que todos, absolutamente casi todos, estaban corriendo escritorios, llevando computadoras, trasladando cosas. Por el tamaño y la cantidad el efecto se magnificó. Estuve un rato muy largo buscando a alguien que pudiese ayudarme a encontrar la oficina del director, persona burocrática por excelencia que debía solucionar mi inconveniente. Pero a pesar de mis esfuerzos todo parecía condenado al fracaso. Los que estaban en ese lugar afirmaban un complot invisible y que ellos recién llegaban, que eran nuevos y que no conocían a ese director.

Mucha fue mi sorpresa cuando uno por uno todos los que estaban en ese tercer piso de la segunda escalera eran nuevos, y todos no conocían a nadie y todos no sabían donde quedaba la oficina del director. Podía entender lo de la mudanza, que sean nuevos estaba bien para mi, pero que nadie conociese a alguna otra persona me parecía un poco raro. En ese lugar cada uno hacia lo suyo que era, sin importar con quien hablase, generar movimiento. La tercer recorrida me trajo un poco de desanimo, pero a estas alturas esto ya era una cuestión personal, aunque siquiera podía recordar para que necesitaba encontrar al director. Pero como siempre pasa, en cuanto olvidé para que lo necesitaba, llevando unas carpetas a una oficina, un tipo me dijo que el era el director.

Lo recuerdo perfectamente, era muy alto, finito y de pelo colorado, era de esos tipos que empiezan a ser viejos pero no por eso pierden alguna línea. Me guió muy cortés a su oficina que era la inmediata a la derecha de la escalera por la que había entrado y se presentó como el licenciado Bello. Cuando por fin dejó de acomodar las cosas que venía cargando me preguntó en que podía ayudarme. Lamentablemente lo había olvidado y a pesar de mis esfuerzos inmensos no hubo caso. Bello fue muy amable, me dio su tarjeta y me dijo que volviese al día siguiente, estarían instalados y tendría más tiempo para atenderme y para ayudarme si es que me acordaba en que.

Al día siguiente, a pesar de la tarjeta, el seguridad del lugar me indicó que debía hacer la fila para presenciar otra vez el espectáculo del Seññor Alberto. Torturó a dos, y fue mi turno. Puse la tarjeta sobre el escritorio y le indique que tenía que ir al tercer piso a ver al director. Esto no pareció importarle mucho, el seññor Juárez repitió su terrible acto sin siquiera prestar atención en lo que dije o en la tarjeta. Por suerte para mi había desayunado y bostezado. Eso fue lo que me permitió salir corriendo a la escalera antes que el seguridad pudiese alcanzarme.

Fui al exacto lugar donde había estado el día anterior, pero no había oficina. Ese lugar era ahora un depósito de escobas y trapos de pisos usados por las suelas. Por más que buscaba y buscaba el director no aparecía. El personal de seguridad empezó a multiplicarse, era seguro que me repondrían a la fila otra vez, Reinaldo me tenía atrapado, estaría ahí parado por una eternidad sin que me atendiese.

En el momento en que la derrota era totalmente inminente vi ese letrero que cambio todo. Justo arriba de la puerta, indicando una naturaleza inmodificable, como si quisiese avisar lo que era impredecible. Injustamente donde necesitaba que este estaba el letrero que decía, alegremente, “sala de esperas”.

Por los caños sonaron los pasos de la indignación, ¿Cómo podía ser que existiese una sala para esperar?, todo el mundo era para esperar, la vida es esperando. No entendí cual era la exclusividad que podía albergar esa sala. Estuve a punto de irme, de subestimar, por suerte desobedecí. Encontré en lugar de algo a alguien, al señor Watson.

Era un tipo muy viejo, aunque su edad justa era algo que ni él sabia. Según sus propias palabras había dejado de contar los días, meses y años que iban pasando hace treinta y cinco años, dos meses, tres días y, según el reloj que colgaba en la pared sin moverse, treinta y siete segundos. Cuando entré me miró con mucha violencia -hay nada por acá- me contestó. Sin hacer mucho caso a sus palabras me senté en la silla que esta enfrentada a la suya, respiré muy profundo y le expliqué que esta era una sala de esperas. Yo quería esperar.

Watson había sido muy ilustre en otras épocas, aunque no hay forma de saberlo. El mismo había inventado las escaleras con escalones. Antes de su brillante idea las escaleras eran incompletas e inútiles, gracias a él el mundo era un lugar muy práctico. Según me dijo su objetivo fue conquistar las alturas. Pero después del éxito y el dinero consideró que había cumplido con su existencia. No tuvo alternativa y se construyó una sala para esperar. Para esperar su propia muerte.

Había puesto dos sillas, un reloj que no funcionaba y un sifón. Había estado solo por mucho tiempo, pero ese día tuvo la desgracia de que alguien más necesitase esperar. No le gustó mucho la respuesta que le di, me miró muy grave hasta que misteriosamente llegó un finalmente largo –bueno, si querés esperar podes quedarte. Pero mirá que cuando el reloj marque las cinco de la tarde te vas a tener que ir, a esa hora me gusta estar solo.

Fue en ese momento que noté que no funcionaba. Traté de ver cuanto tiempo me había dado este viejo para acompañarlo, pero su respuesta consiguió una de esas exactitudes que no pueden existir, sin lugar a dudas a las cinco de la tarde lo dejaría solo. Por supuesto cualquier momento podía transformarse en las cinco de la tarde.

En tan ridículo nuestro viejo que espera muerte ya no es tragedia. Vos podés, claro. No tiene ningún sentido que me dedique exclusivamente a esperar mi muerte, podes hasta pensar que todo esto es un absurdo. Todos esperamos, solo que cada uno usa sus pies para lo que se le da la gana mientras espera. En realidad la cuestión es muy simple, en los tambores cada uno puede actuar el personaje que más le guste. A mi, por ejemplo, desde que estoy acá esperando, a veces me dan ganas de estar contento y a veces me aburro de estar contento y me pongo triste. A veces me aburro y entonces no. Pero es así pibe, no muchas vueltas dentro del mismo círculo, el problema es que no entienden, son todos muy tercos para entender, todos menos yo. Por supuesto.

Pensalo así o no. Un día me levanto y tengo ganas, ¿quien dice que no puedo?, no hay necesidad, que se use para algo en particular. La podés usar para disfrutarla o no, eso es solo una decisión. El problema, el gran problema acá pibe, es que estos tercos necesitan siempre que uno o dos peces les digan que son sus personaje y sus ropas y sobre todo sus miedos. Los necios siempre piden permiso para actuar, ¿entendés? Reobligan a actuar pero lo desprecian, se desprecian, se quitan precio. Por eso me cansé de esta manga amplia, me cansé y me dediqué a esperar esperando, y decime ¿Quién puede decirme que es lo que está mal? La vida es, la vida que es. La vida, es siempre para otra cosa. Yo soy categórico, pero eso es otra cuestión, est-ética.

Bueno. Ahora, aunque el ahora sea indefinidamente presente y, como medida de tiempo inútil, aunque ahora no exista como momento, ahora, en este y aquel momento, ahora andate. Ya son las cinco de la tarde y tengo muchas cosas que hacer.-

Esa fue mi conversación con Watson. Mejor dicho, ese fue el monólogo de Watson.

Cuando salí me di cuenta que faltaban tres horas y media. Pensé en volver y decirle que se había equivocado, que todavía podíamos charlar un rato, que tenía ganas de escucharlo. En seguida me encontraron los de seguridad, me dijeron que Rómulo me esperaba. Sus nombre, todos diferentes, nomadismo nominativo. Era su bigote. Era movimiento permanente, se movía como las caderas, como el péndulo. La mueca del hombre de los mil nombres era con los labios. Movía el bigote, de una punta a la otra, lo movía con los labios. Los mande a sus casas, no tenían estufas para calentar la yema de los codos. Antes de salir le ofrecí mi mano en señal de respeto al Seññor Fernando. Mucho respeto. Mucho. Nunca había visto un bigote tan hermoso.


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