martes, 5 de agosto de 2008

Atentado a la velocidad


La velocidad es la esperanza proyectada en el apuro, es la mentira que nos convence de una supuesta capacidad de llegar, alguna vez, a algún lado. En la rapidez se encuentra escondida la ansiedad de quienes sufren por haber sido engañados. El error es la lentitud. El atentado permanente es la impuntualidad.

En un solo bolso le entraron las dos remeras, un par de zapatos por las dudas, medias y las herramientas. El viaje era específico. Tenía que conseguir buena madera. No era solamente el hecho de cortarla con sus manos, más que otra cosa estaba el árbol. Había que mirarlo y preguntarle. Hacerlo cómplice y amigo.

Ocho horas de viaje, tres horas recorriendo bosques a los costados de muchas rutas, peleas varias cuando no lo dejaban pasar y muchos cigarrillos pasaron como secuencias de una travesía contra el horizonte.

El árbol lo llamó con una de sus ramas. Se movía de adelante para atrás, haciendo un gesto que el quiso interpretar como un “vení, te estuve esperando”. Lo acarició, le puso un nombre y varios hachazos. Las maderas fueron al baúl y después al taller.

Los vecinos, entre ellos la Sra. de la papada que vive en la casa de puerta arrugada, lo tenían en muy mala estima por ese secreto que contó lo señora del almacén. Esa historia poco creíble que se escapó sobre el gato que le había desaparecido y el posterior e inmediato olor un poco raro que salió de su parrilla. Pero no era solo eso. Una temporada completa aparecieron montones de pelos desparramados en la puerta de su casa y en cada vez el pelo de su cabeza un poco más corto. Pero lo de las madera superó todos los límites.

En cuanto tuvo todos los elementos se dedicó a recorrer todo el pueblo comentando su nueva empresa. Lo decía con orgullo, casi como un chisme. No le importaba el interés del vecino, a todos les tocaba el timbre y les contaba. Algunos lo atendían desde las ventanas, otros se rieron y la mayoría prendió velas a los santos.

Creo que tardó unos cinco años hasta que por fin terminó de construir el ataúd. Pulido y hermoso, brillaba tanto que parecía un mueble de alguna antigua realeza europea. Noruega preferentemente. Lo acomodó esa misma tarde. Fue en el medio de la plaza. Ese fue el día del discurso.

Todo fue a los gritos, con el flequillo soportando las envestidas de la efusividad y los dedos que se apretaban y se estiraban para separarse.

Lo contempló con cariño. Le pasaba su mano izquierda para acariciarlo, dio dos vueltas enteras recorriendo ese borde tan bello que le costó siete lijas de las caras. Se arrodilló y lo besó. El público, invitado por la invasión a un espacio vecinal, se asomó a cumplir con su curiosidad. Cuando levantó la tapa y se metió adentro del ataúd, por unos segundos, se suspendieron todos los alientos, se tragaron cuatro litros y medio de saliva y nueve manos de señoras apretaron los hombros de sus viejos maridos. En el mientras tanto, bailando entre los silencio(S), incontables peras marcaron la ubicación denunciantes, las cejas se fruncieron y los labios inferiores ascendieron para marcar la curva de la desconcertación en la boca.

La tapa se abrió muy despacio, sin hacer ruido, con un suspenso de hoja cansada para llegar al piso en un otoño de poca lluvia. Primero sacó la pierna izquierda.

No me miren así. Y de otra forma tampoco. En este bendito cofre de madera yace un cadáver. No es el mío sino el de la velocidad. Tanto he tardado en matar la aceleración de los movimientos que ahora soy señor de la lentitud. Con mis suspiros contagio paciencia a los futuros y hasta la muerte será un poco impuntual con migo. Según los cálculos de los duendes viviré hasta el día en que un lago sea levantado desde su orilla por un niño o por una cabra de barbas enruladas. No me tengan envidia. Tardaría mucho en devolverles la indiferencia que se merecen.

Así fue lo dicho. El último suceso rápido que existió desde ese día fue la noble aceptación de la realidad que, obediente a la palabra de un delirante, inmediatamente apagó los apuros de las noches y la luz. Así fue como la muerte de la velocidad hizo todo un poco más lento. Todos los calendarios fueron quemados y las pilas se enojaron con los relojes. El caracol guardó su ataúd en el sótano y se sentó a fumar una pipa que le duro veinte años.

No hay comentarios: